21 de marzo de 2021

"Yo soy el pueblo, la chusma, la multitud, la masa", un poema de Carl Sandburg

Carl Sandburg (6 de enero de 1878-22 de julio de 1967) fue un poeta estadounidense, hijo de emigrantes suecos, que vivió en la pobreza durante su infancia y adolescencia en los suburbios de la ciudad de Galesburg, Illinois. A los 13 años tuvo que abandonar la escuela para ponerse a trabajar como lechero, portero o albañil o carbonero, sucesivamente. Se trata de un ejemplo de un poeta formado a sí mismo. Ya en su juventud consiguió trabajo en el Chicago Daiy News, dedicándose a trabajar como periodista desde entonces. 

En cuanto a su estilo, una gran parte de su poesía describe la vida del pueblo norteamericano, deconstruyendo el tópico del American Dream. Desde muy joven militó en el Partido Socialista de Estados Unidos, en Wisconsin, militancia que el mismo reconoció le marcó a lo largo de su vida. Sandburg apoyó al Movimiento de Derechos Civiles y fue el primer hombre blanco en ser honrado por la NAACP con su Premio Placa de Plata como "un profeta importante de los derechos civiles en nuestro tiempo".

Uno de sus más conocidos poemas es "Yo soy el pueblo, la chusma, la multitud, la masa", en donde, en un estilo que recuerda a Brecht ("Preguntas de un obrero que lee"), reclama el papel primordial de los trabajadores en la sociedad y la necesidad de su memoria, su organización, su conciencia de clase y su lucha colecitva para asumir su verdadero papel de protagonista de la historia.

Yo soy el pueblo, la chusma, la multitud, la masa.

Yo soy el pueblo, la chusma, la multitud, la masa.
¿Saben que todas las grandes obras que existen en el mundo las he construído yo?

Soy el obrero, el inventor, el que fabrica los alimentos y los vestidos del mundo.
Soy el público de la Historia. Los Napoleones y los Lincolns han existido por mí.
Ellos mueren, y entonces doy a luz a más Napoleones y Lincolns.
Soy la semilla de la tierra. Soy una pradera que soportara muchas labranzas.
Terribles tempestades pasan sobre mí. Yo olvido.
Lo mejor de mí es chupado y consumido. Yo olvido.
A veces gruño, sacudo mi cuerpo y esparzo algunas gotas rojas para que la historia
recuerde. Entonces, olvido.

Cuando yo, el Pueblo, aprenda a recordar; cuando yo, el Pueblo, aproveche las lecciones
de ayer y no me olvide de quien me robó en el pasado o me tomó por tonto... no habrá
entonces en el mundo ningún orador que diga: "El Pueblo" con un acento de burla en la
voz o que sonría despectivamente.

La chusma, la multitud, la masa... entonces llegará mi momento.


I am the people—the mob—the crowd—the mass.

I am the people—the mob—the crowd—the mass.
Do you know that all the great work of the world is done through me?

I am the workingman, the inventor, the maker of the world’s food and clothes.
I am the audience that witnesses history. The Napoleons come from me and the Lincolns. They die. And then I send forth more Napoleons and Lincolns.

I am the seed ground. I am a prairie that will stand for much plowing. Terrible storms pass over me. I forget. The best of me is sucked out and wasted. I forget. Everything but Death comes to me and makes me work and give up what I have. And I forget.
Sometimes I growl, shake myself and spatter a few red drops for history to remember. Then—I forget.

When I, the People, learn to remember, when I, the People, use the lessons of yesterday and no longer forget who robbed me last year, who played me for a fool—then there will be no speaker in all the world say the name: “The People,” with any fleck of a sneer in his voice or any far-off smile of derision.

The mob—the crowd—the mass—will arrive then.

20 de marzo de 2021

"Canción de la solidaridad", de Bertolt Brecht y Hans Eisler.

“Solidaritätslied”, canción compuesta por Bertolt Brecht con música de Eisler, pertenece a la película alemana Kuhle Wampe, dirigida por Slatan Dudow y con guión de Brecht. Se trata de una de las grandes producciones de la época de Weimar que trataban del desempleo desde una óptica radicalmente obrera. Fue el primer film en el que colaboraron juntos Eisler y Brecht.

Realizada entre 1931 y 1932, en el mismo periodo en que Brecht escribió su adaptación dramática de La madre, de Gorki, la película fue prohibida por sus furibundas críticas al presidente, al sistema legal y a la Iglesia, aunque finalmente fue permitida su exhibición en una versión recortada.

La película contrapone la dificultad del comportamiento solidario en condiciones de miseria con la necesidad de la solidaridad para lograr la liberación de esas condiciones, dejando claro que los cambios solo pueden alcanzarse de forma colectiva y de manera organizada, por una clase trabajadora unida y consciente de sus propios intereses.

El “Lied de la solidaridad”, que se comparte al final de la entrada y de la traducción de la letra en español,  es la escena musical más importante de la película, en la que los obreros marchan unidos para conseguir sus objetivos.

Canción de la Solidaridad

"¡Adelante!, y ¡no olvidad jamás en qué consiste nuestra fuerza cuando estéis hambrientos y al comer! ¡Adelante!, ¡no olvidad la solidaridad de clase!

¡Arriba, pueblos de la tierra! Únanse, con el fin de que ahora ella sea vuestra y sea la gran nodriza. ¡Negro, Blanco, Moreno, Amarillo! ¡Terminad las carnicerías que ellos realizan! Tan pronto hablen los pueblos, ellos mismos se unirán rápidamente.

Si queremos alcanzarlo rápidamente te necesitamos todavía a ti y a ti. Quien abandona a su semejante, solamente se abandona a sí mismo. Nuestros dueños, sean quienes sean, ven con gusto nuestra desunión, pues mientras nos separan,  siguen siendo nuestros dueños. 

Proletarios de todos los países ¡uníos, y seréis libres! Vuestros grandes regimientos quebrarán cualquiera tiranía.

¡Adelante!, y ¡no olvidad jamás las preguntas que tenéis que plantearos todos, cada uno: ¿Quieres seguir hambrientos o comer? ¿El mañana; de quién es la mañana? ¿El mundo; de quién es el mundo?"  

16 de marzo de 2021

Fragmento de El Intruso, de Blasco Ibáñez: lo que necesita el trabajador es ser dueño de lo que produce

"Al trabajador de nada le sirve la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que en esto no nos entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el sitio que le corresponde, ser dueño de lo que produce"

Así se expresa el protagonista de El Intruso, de Vicente Blasco Ibáñez, un médico que, a pesar de ser familiar y amigo de un gran industrial vasco, elige realizar su trabajo entre los mineros, trabajadores que viven entre penurias y miseria a pesar de ser los productores de la gran riqueza del Bilbao de principios del siglo XX.

Blasco Ibáñez escribió El Intruso en el marco de una serie de cuatro novelas sociales, muy recomendables como descripción de la salvaje lucha de clases en la que los capitalistas exprimen, sin tapujos ni límite alguno, condenándola a la miseria y a la penuria, a la clase trabajadora. En La horda, La catedral, La bodega y la que tratamos en esta entrada, El Intruso, Blasco hace un retrato triste y doloroso de las condidiones de vida de los proletarios y jornaleros españoles, sometidos bajo la bota de la emergente clase capitalista y alienada por la enorme influencia de la iglesia.

En sus cuatro novelas, el autor valenciano radiografía el desarrollo del capitalismo en España, denunciando la crueldad de las condiciones de vida de los trabajadores y la indecencia de los explotadores, que se enriquecen ostentosamente a costa de la pobreza y humillación de los que crean la riqueza. Por otro lado, diagnostíca el único remedio ante ese mal: la revolución. Una revolución futura, inevitable, que hará que el progreso de la humanidad deje de beneficiar solo a una minoria bárbara e inhumana, y que se alcance la única situación que ofrezca justicia para todos: que cada cual sea "dueño de lo que produce".

Blasco además, denuncia en esta novela el nacionalismo tradicionalista de la clase dominante vasca, que se desarrolla a la par que el capitalismo, y que mientras considera modelos de ley divina a los pobres campesinos de Euskadi, que viven en condiciones de pobreza y penuria pero agradeciendo a dios y al amo su situación, para bien del bolsillo de los señores, ve como extranjeros y sin derechos a los que, venidos de fuera del Pais Vasco, los "maketos", los trabajadores de las minas y de los altos hornos, los que verdaderamente producen la riqueza. Todavía no había nacido el nacionalismo obrero que, para diferenciarse del de sus explotadores, ha de ser, por narices, aunque parezca contradictorio, internacionalista.

"Pues esa pillería venida de... España; ese rebaño maketo y pecador, es el que trabaja y da prosperidad a Bilbao. Ellos destrozan su cuerpo en las minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de esta tierra? Los buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajo y aprovecharnos del privilegio de haber nacido aquí antes que ellos llegasen. Son como los negros que en otros tiempos eran llevados á América para mantener á los blancos".

En definitiva, El Intruso nos hace un crudo retrato del Bilbao del principio del siglo XX, en pleno desarrollo industrial y de acumulación de capital en unas pocas manos, paralelo, por supuesto, al crecimiento y concienciación de un proletariado explotado y pisoteado que, sin embargo, poco a poco, va dándose cuenta de que son otros los que disfrutan del producto de su trabajo, y que la organización es la única manera posible para llegar a liberarse y hacer justicia. Todo ello en un contexto de desarrollo del nacionalismo vasco que, por aquel entonces, todavía era expresión exclusiva de las clases altas y los más ricos.

Veamos a continuación el ilustrativo díalogo entre el protagonista, el médico Aresti, su primo Sánchez Morueta, un gran capitalista enriquecido por la extracción del hierro en los montes vascos y su transformación en acero, y un jesuita, Urquiola, defensor del tradicionalismo, de la religión y del inmovilismo social:

"Urquiola hablaba al doctor con el mismo aplomo que si estuviera en el café ó en la sociedad de San Luis Gonzaga, rodeado de aquella juventud piadosa y elegante que le tenía por capitán. Él no era enemigo del pueblo; la Iglesia estaba siempre con los de abajo y el Santo Padre escribía encíclica sobre encíclica en favor de los obreros. Pero el pueblo era para él, la gente de los campos, los aldeanos respetuosos con el cura y el señor, guardadores de las santas tradiciones. Que le diesen á él las buenas gentes de las anteiglesias vascas, religiosas y de sanas costumbres, sin más diversión que bailar el aurrescu los domingos y la espata danza en las fiestas del patrón, ni otros vicios que empinar un poco el codo en las romerías. Aquella gente vivía feliz en su estado, sin soñar en repartos ni en revoluciones; antes bien, dispuesta á dar su sangre por Dios y las sanas costumbres. Que no le hablasen á él del populacho de las minas; corrompido y sin fe; hombres de todas las provincias, maketos llegados en invasión, trayendo con ellos lo peor de España, contaminando con sus vicios la pureza del país; siempre descontentos y amenazando con huelgas, deseando el exterminio de los ricos y comparando su miseria con el bienestar de los demás, como si hasta en el cielo no existiesen categorías y clases.

Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosas palabras, continuó el fuerte discípulo de Deusto:


Los Altos Hornos de Bilbao
—Los míos no saben leer; no saben nada de libertad, derechos y demás zarandajas, y por esto son felices. Esa gentuza de las minas, que casi todos los domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar un día á Bilbao para robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros.

Aresti volvióse hacia su primo, que comía silencioso, lanzando alguna que otra mirada al sobrino de su mujer.

—¿Qué te parece, Pepe, cómo piensan estos jóvenes?

Y encarándose con Urquiola, le dijo con una timidez irónica, dando á entender su deseo de rehuir discusiones con él.

—Pues esa pillería venida de... España; ese rebaño maketo y pecador, es el que trabaja y da prosperidad á Bilbao. Ellos destrozan su cuerpo en las minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de esta tierra? Los buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajo y aprovecharnos del privilegio de haber nacido aquí antes que ellos llegasen. Son como los negros que en otros tiempos eran llevados á América para mantener á los blancos. Vienen empujados por la miseria, y ya que no podemos agradecer su sacrifico con el látigo, les pagamos con malas palabras.

Urquiola encabritábase ante las palabras desdeñosas del doctor. Abominaba de aquella gente perdida, incapaz de regeneración: la prueba era que no ahorraban, que no hacían el menor esfuerzo por salir de su estado.

—¡El ahorro!—exclamó Aresti.—¡Ahorrar y enriquecerse, teniendo unos cuantos reales de jornal, y viviendo rodeados de gentes de su misma clase que les explotan en el alimento y en la casa!...

—Eso no—intervino Sánchez Morueta, con autoridad.—Ya sabes, Luis, que no estoy conforme con tus ideas. El obrero español es víctima de la imprevisión. En otros países es distinto: el trabajador se forma un pequeño capital para la vejez...

—¡Bah! En otros países ocurre lo que aquí. Y lo que hace que el obrero moderno sea rebelde y se entregue á la lucha de clase, es la convicción de que, por más que ahorre sacrificando sus necesidades, no saldrá de su miseria. Los progresos le han cerrado el camino. En los tiempos de trabajo rudimentario, de industria doméstica, aún podía soñar con hacerse patrono; podía con sus ahorros adquirir los útiles necesarios y convertir su casa en un pequeño taller. Pero ahora, Pepe, por mucho que ayune un obrero tuyo, amasando céntimo sobre céntimo, ¿llegará á ser accionista de tus fundiciones? ¿podrá adquirir un pedazo de las minas, con todo el material necesario para la explotación?

—Eso está bien—arguyó Urquiola con acento triunfante.—Este doctor dice á veces cosas muy oportunas. Lo que demuestra que los antiguos tiempos eran los buenos y que, para tranquilidad de todos, hay que volver á la época en que no había progreso y los hombres vivían tranquilos.

Sánchez Morueta miró al joven con unos ojos que alarmaron á doña Cristina, haciéndola temer por su sobrino.

—Eso es una majadería—dijo con calmosa gravedad.—Eso sólo puede decirse á la salida de Deusto. ¡Suprimir el progreso porque trae algunas complicaciones!...

Y aquel hombre siempre silencioso, habló lentamente, pero con gran energía. Era un admirador religioso del capital. Aresti conocía su entusiasmo frío y firme por el dinero, que, puesto en movimiento por los descubrimientos industriales, había revolucionado el mundo. El millonario era á modo de un poeta del capital, y sacudiendo su ensimismamiento, rompió en un himno á aquella fuerza casi sagrada, puesta en manos de contadísimos iniciados. Cierto, que el trabajo, que era un auxiliar indispensable, sufría crisis y miserias, ¿pero por esto había que renegar del progreso, legítimo hijo del capitalismo industrial? La gran revolución moderna era obra de la religión del dinero, en la cual figuraba Sánchez Morueta como el más ferviente devoto. Utilizando los descubrimientos de la ciencia, había multiplicado los productos, y disminuido su valor, poniéndolos así al alcance de la mayoría, y facilitando su bienestar. El trabajador del presente gozaba de comodidades que no habían conocido los ricos de otros tiempos. El capital al servicio de la industria había civilizado territorios salvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo mercados en todo el globo: él era quien surcaba las tierras vírgenes con los rails de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender los cables telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno y otro hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando las grandes hambres que habían hecho rugir á la humanidad en otros siglos. Los poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Los reyes de los pueblos, soberbios como semidioses sobre sus caballos de guerra, cubiertos de plumas y bordados y llevando tras ellos grandes ejércitos, tenían que mendigar en sus apuros á los capitalistas ocultos en sus escritorios. Detrás de los imperios victoriosos estaban ocultos los verdaderos amos, los que cambiaban la faz de la tierra, venciendo á la naturaleza para arrancarla sus tesoros; la gran república de los capitalistas, silenciosa, humilde en apariencia, y sin embargo, dueña de la suerte del mundo. Y lo que más entusiasmaba á Sánchez Morueta, en esta secta oculta de universal poderío, era que sólo á la capacidad le estaba reservado entrar en ella. La jerarquía industrial no era como las dominaciones sacerdotales ó guerreras del pasado, en las que se figuraba sin otro derecho que el nacimiento. El hijo del capitalista, falto de capacidad, era expulsado por los malos negocios, y un nuevo individuo, aprovechando los residuos de su desgracia, venía á iniciarse en la poderosa secta. ¿Dónde encontrar una institución tan grande y poderosa y á la par tan democrática y modesta? ¿Y había locos que pedían la muerte ó la modificación de una fuerza que había transformado la Tierra?...

Ilustración del Dr. Aresti dirigiéndose
a la mina
Aresti protestó. Él reconocía las grandezas del régimen capitalista, las ventajas sociales que había reportado á la humanidad con el auxilio del trabajo. El capital encontraba remunerados con creces sus servicios. Pero el trabajo ¿veía recompensados igualmente sus esfuerzos? ¿No se encontraba hoy en el mismo estado de miseria que al iniciarse á principios del siglo XIX la gran revolución industrial?

—Eso es un error, Luis—dijo el millonario.—El trabajo está mejor que nunca. La prueba es que en todo el mundo baja considerablemente el interés del capital, mientras sube con las huelgas y las reclamaciones obreras el tipo de los jornales.

—¡Bah!—dijo el doctor con gesto de desprecio.—¡El aumento de unos reales en el jornal! Remedios del momento; cataplasmas que de nada sirven al enfermo, pues al poco tiempo se restablece el fatal equilibrio, aumentándose el precio de los productos, y el trabajador, con más dinero en la mano, se ve tan necesitado como antes. Son cambios de postura, creyendo engañar con ellos á la enfermedad. Al trabajador de nada le sirve la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que en esto no nos entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el sitio que le corresponde, ser dueño de lo que produce."
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...