En 1957 María Teresa y Rafael Alberti realizaron un viaje a China para tomar contacto con
los cambios sociales surgidos de la revolución comunista. Fruto de este viaje nacio un libro, Sonríe China (1958), al que pertenece el fragmento que abre la entrada, y que es el testimonio de los cambios políticos, sociales y culturales de la República Popular.
Además de ofrecemos una descripción del presente revolucionario, y esperanzador para los pueblos del mundo, de la China Popular, María Teresa León, nos evoca una y otra vez el pasado del país, para referirse a lo profundo de un cambio en tan escaso margen de tiempo tras el triunfo de la revolución.
Desde el exilio, y desde la frustración de la derrota de la República Española, y con ella de las esperanzas del pueblo español, la mirada de María Teresa León se extiende, sobre un pueblo que supo vencer a su enemigos externos e internos y escapar de siglos y siglos de opresión en su propio ritual, entre emperadores y hombres adornados con gusanos de seda.
Sonríe China, es un libro de viaje, aunque con poemas e ilustraciones de Rafael Alberti intercaladas. En la obra destaca, sin embargo, la prosa de una voz femenina, llena de ideales esperanzadores que hacen suponer que el libro está escrito, casi en su totalidad, por María Teresa León.
Entre todos los aspectos sociales a los que pasa revista María Teresa León en su visita a la China de Mao, ninguno le sorprende tan positivamente como el de la evolución de la mujer, quien ha empezado a superar el desprecio y la infravaloración a que estaba sometida en el sistema de valores de la sociedad china de las dinastías imperiales. María Teresa León admiraba como había cambiado la situación de la mujer china tras la llegada al poder de Mao y el Partido Comunista, ya que este hecho tuvo gran trascendencia para la suerte de todas ellas, y anhela este cambio en las sociedades sometidas al capitalismo, donde la mujer sigue siendo, en la mayoria de los casos, un objeto al servicio del hombre, doblemente explotada por su condición femenina y su posición de clase.
No obstante, conviene recordar aquí las palabras de Mao: “Con el fin de construir una gran sociedad socialista, es de suma importancia movilizar a las grandes masas de mujeres para que se incorporen a las actividades productivas. En la producción, hombres y mujeres deben recibir igual salario por igual trabajo. Sólo en el proceso de la transformación socialista de la sociedad en su conjunto se podrá alcanzar una auténtica igualdad entre ambos sexos”. Y así parece que fue, al menos hasta el triunfo del que Mao denominaba "camino capitalista", partidarios contra los que los comunistas chinos llevarían a cabo la Gran Revolución Cultural. y que tendría lugar tras el abandono de esta y, sobre todo, tras la muerte del creador de la República Popular China (en un proceso semejante al acaecido años antes en la Unión Soviética).
En el siguiente fragmento, podemos ver como Maria Teresa León describe el enorme cambio, el gran salto hacia adelante, hacia el futuro, que dieron las mujeres chinas de la mano de la Revolución Maoista, y lo hace a la vez que lo anhela en su propia patria, España, sometida a la última dictadura abiertamente fascista superviviente tras la Segunda Guerra Mundial:
"¡Mujeres de Pekín! ¡Qué admirables y discretas son! Me las encuentro en todas partes, lo llenan todo llevando hijos de cualquier tamaño, niños envueltos en telas multicolores, encapuchados, amorosamente protegidos del frío. Llevan, si son mayores, un largo gabán hasta los pies que ha de servirles sin duda mucho tiempo mientras crezcan y servirá a sus hermanillos, que indudablemente han de venir. La gorra de pieles de orejas de liebre acaricia con su pelo las mejillas de porcelana, encuadrando su sonrisa de niños, felices de que los miremos. Si les sonríes –¡y vaya si les sonrío! –, se te acercan como conejitos buenos, tocando con sus manos las tuyas –¡ay, tan grandes!– que deben parecerles inmensas, ya que han heredado las manos pequeñitas de los dibujos hechos en seda china. Yo, antes, como mujer del sur, creía que los niños más bonitos del mundo eran los del norte; ahora, como mujer que ha viajado, compruebo que no hay niños más hermosos que los del este del planeta que habitamos. Sin recelo ni acoso, estos niños que no piden limosnas como los de Toledo, ni son golfillos despejados como los de París o Nápoles, nos hablan con su lenguaje de canario que gorjea, confiados, sin duda, en mi pelo blanco, que les gusta tocar para convencerse de que no es cosa de juego. Las madres también se acercan, alcanzando a nuestra consideración algún niñito de marfil, que yo he visto antes en los abanicos que guardaba mi madre. Estoy segura que me hablaban de madre a madre, contándome esas cosas comunes que tenemos las mujeres del mundo: si es dura la tarea de criar hijos, si son fastidiosos para comer o si se escapan para lanzar al viento cometas doradas.
Estoy segura de entenderlas. Son las descendientes de otras mujeres muy poco apreciadas en la vida china, por las que se vestía luto el día de su nacimiento, a las que se podía maltratar, abandonar, cancelar con ellas todos los compromisos. Millares de mujeres, millones, mejor dicho, no recibieron nunca educación; se podían vender como ganado que produce poco; no tenían derecho a elegir su marido; debían aceptar compartir con las concubinas el lecho, la casa, el amor. Como no podían cumplir el culto a los antepasados, si en una casa llegaban muchas hembras, se las ahogaba en los ríos profundos y –¡horror!– debían obedecer a la suegra.
El signo chino que dice mujer repite tres veces el que significa mal o malo. El signo mujer dentro del signo casa significa paz. De ahí la tendencia al encierro, a la anulación. Cuando un poeta tiene que expresar su gran alegría, dice: “soy feliz porque soy chino, porque no he nacido mujer”. Las mujeres se suicidan en cantidades fabulosas. ¿Y para quién iban a conservarse? Las madres de Pequín saben hoy todo esto y muchas cosas más que les estaban vedadas a las mujeres de los pies chiquitines, caminando con pezuñitas de corza la vida de un lado para otro de su infortunio. Ya no vendrá el comprador de carne humana a buscar a sus hijas para comprarlas, ya los hoteles no servirán a los viajeros muchachitas precoces en todas las artes, ya las hijas no serán más conejas, alondras ni hormigas. Ya no pagará ninguna con su cuerpo los estudios en la Universidad de Shangai.
Las madres que van por la calle saben que la hermosa caligrafía del presidente Mao les dio la liberación de su milenario martirio al trazar una raya sobre la antigua ley matrimonial. Saben que la mujer acaba de nacer en China protegida por la sombra de la Larga Marcha donde ellas fueron guerrilleras heroicas. Saben que los ricos consumidores de concubinas tendrán que abstenerse de ellas y de otras mil cosas que el pueblo les ha obligado a prescindir en lo sucesivo. Las mujeres de China ya no bajan la cabeza ante suegras horribles, ni han de servir de criadas en la casa del novio hasta que éste alcance la mayoría de edad, ni tendrán que soportar el peso de la tradición confuciana. Ahora ninguna mujer baja la vista. Las encontramos vestidas de pantalones, con su airecillo varonil, sin complejos, pisando decididas en sus tareas de soldados, de enfermeras, de maestras, no cediendo el paso a los hombres atropelladores, ni ganando menos sueldo, ni considerándose menos inteligentes que su compañero de facultad. Su importancia se multiplica de año a año, y si vemos aún la China antigua pasear a pasitos de perdiz, las nuevas generaciones de mujeres usan botas fuertes, grandes, seguras, de las que hacen más caminos en ocho años de socialismo que en tres mil de imperio. Las jóvenes ríen al sentirse libres, las viejas lloran. La nueva vida se la debemos a Mao, dicen. Unas y otras son la entraña de la República Popular China. Millones de sus hijos aseguran la futura felicidad que vendrá". (Sonríe China, 1957)
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