21 de enero de 2015

Sobre el asesinato de su hermano Alfonso por Juan Carlos de Borbón

"El cadete Borbón tenía en su haber en el momento del extraño «accidente» (29 de marzo de 1956) nada menos que seis meses de instrucción militar intensiva (de septiembre de 1955 a marzo de 1956) y otros seis meses previos de instrucción premilitar (de enero a junio de 1955). A lo largo de los dos primeros trimestres de su estancia en la Academia General Militar de Zaragoza recibió, como todos y cada uno de los cadetes de 1.º curso, una metódica instrucción de tiro con toda clase de armas portátiles (pistola, mosquetón, granada de mano, subfusil automático, fusil ametrallador...) con el fin de estar en condiciones de prestar servicio de guardia de honor en la Academia, una actividad tradicional de gran prestigio y solemnidad dentro de las obligaciones docentes en el primer centro de enseñanza militar de España.

Juan Carlos de Borbón conocía pues, en la Semana Santa de 1956, el uso y manejo de cualquier arma portátil del Ejército español y por lo tanto, con más seguridad, el de una sencilla y pequeña pistola semiautomática como la STAR de 6,35 mm (o calibre 22, en su caso concreto), en cuya posesión estaba, según todos los indicios, desde el verano de 1955. ¿Cómo se le pudo disparar entonces esa pequeña pistola, apuntando además a la cabeza de su hermano Alfonso, si además, previamente, tuvo que cargarla (introducir el cargador con los cartuchos en la empuñadura del arma), después montarla (empujar el carro hacia atrás y luego hacia delante, para que un cartucho entrara desde el cargador a la 90 recámara), a continuación, desactivar el seguro de disparo con el que estaba dotada, y finalmente, presionar con fuerza el disparador o gatillo (venciendo las dos resistencias sucesivas que presenta, claramente diferenciadas) para que entrara en fuego?" (Coronel Martínez Inglés, El rey que no amaba a los elefantes)



El coronel en la reserva Martínez Inglés lleva años denunciando los desmanes del rey Juan Carlos I de España, su complicidad con el genocida Francisco Franco y su régimen y su falta de escrúpulos para conseguir sus fines, fueran estos económicos, sexuales o relativos a su deseo de ser rey de España.

Recientemente, tras haber abdicado Juan Carlos I en su hijo Felipe, el coronel, autor de varios libros sobre el peligroso personaje que sucedió a Franco en la jefatura del estado español, ha denunciado al Borbón por asesinar a su hermano pequeño, un crimen que el régimen franquista y la Casa Real ocultaron y censuraron durante años y años para evitar, en primer lugar, que los españoles conocieran la verdadera calaña de su príncipe o rey y, en segundo lugar, para permitir que los deseos de Franco, un sucesor que garantizara las leyes del Movimiento Nacional Fascista (expresadas en la Constitución del 78), por encima tanto de la continuidad de la legitima República Española, último régimen democrático de nuestro país desde 1936, como del propio heredero al trono y enemigo de Franco, Juan de Borbón, padre de Juan Carlos, por al que su hijo no dudo en pisotear (¿quizás le hubiera pegado un tiro también como a su hermano si hubiera tenido que hacerlo?) para convertirse en una figura impune y todopoderosa en España, para poder hacer y deshacer a su antojo con el dinero público, y satisfacer sus viciosos caprichos con total impunidad.

En todo caso, como decía el sabio Robespierre, ser rey es un delito en sí mismo, contrario a toda democracia que, como es evidente, se basa en la igualdad, la fraternidad y, en consecuencia, la libertad. Sin embargo, además de la propia esencia criminal de los reyes, algunos han ido aumentando su curriculum a lo largo de su vida, como es el caso de Juan Carlos de Borbón, cuya vida y desmanes describe el coronel Martinez Inglés en su libro "El rey que no amaba a los elefantes, Vida y caida de Juan Carlos I, el último Borbón", que se puede leer al completo y descargar en el link anterior, y del que compartimos su capítulo 2, donde se describe el asesinato de Alfonso de Borbón por su hermano mayor, futuro rey de España:


Capítulo 2 Borbón mata a Borbón

Recordatorio de la muerte de Alfonso de Borbón: de su asesino nadie quiso
recordar nada
"29 de marzo de 1956: el cadete Borbón, 18 años de edad, con seis meses de instrucción militar y experto en toda clase de armas de fuego, mata de un disparo en la cabeza a su hermano Alfonso. ¿Accidente, homicidio por imprudencia o fratricidio premeditado? –Un manto de silencio cubre el trágico suceso. Nadie investiga nada. Ningún juez puede pronunciarse. –El conde de Barcelona al presunto homicida: «Júrame que no lo has hecho a propósito.» Don Jaime, jefe de la Casa de Borbón: «No puedo aceptar que sea rey de España quien no ha sabido aceptar sus responsabilidades.» – Cincuenta años después, del estudio pormenorizado de los hechos se desprende que la muerte del infante Alfonso pudo ser intencionada.

El sábado 24 de marzo de 1956, con seis meses de academia militar sobre sus espaldas y convertido ya en un veterano cadete de la Academia General Militar de Zaragoza, experto en toda clase de armas portátiles, magnífico jinete y buen deportista, emprende Juan Carlos viaje hacia Estoril (vía Madrid) para pasar las vacaciones de Semana Santa con sus padres y hermanos. En la capital de la nación recoge a su hermano Alfonso y ambos suben al Lusitania Express de esa misma noche, para llegar cuanto antes a la casa paterna. Juanito, que en el mes de enero cumplió 18 años, va rutilante con su impecable uniforme militar.

Alfonso, con sus 14 primaveras, alumno de bachillerato en el colegio Santa María de los Rosales, quiere iniciar el próximo año su preparación para el ingreso en la Academia Naval Militar de Marín con la total complacencia de su padre, que ansía verlo pronto vistiendo el tradicional terno de tan prestigioso centro militar de la Armada Española. Los dos hermanos tienen previsto permanecer en Estoril hasta primeros de abril, en que regresaran a sus respectivos quehaceres escolares. Alfonso, El Senequita (según el cariñoso sobrenombre con el que le conocen desde hace años sus familiares más allegados, que aprecian en él cualidades nada comunes de inteligencia, intuición, perseverancia, simpatía y afán de trabajo), tiene comprometida sus asistencia, durante la corta estancia en la casa paterna, al torneo infantil de golf (el Taça Visconde Pereira de Machado) que anualmente organiza el Club de Golf de Estoril.
El rey Juan Carlos tampoco dudó en pasar por encima de su padre

El 29 de marzo, Jueves Santo, ambos hermanos asisten con sus padres y hermanas a una misa matutina en la iglesia de San Antonio de Estoril y todos juntos regresan a casa. Después del almuerzo, la familia en pleno acompaña a Alfonso, a la sazón gran jugador de golf gracias a las clases recibidas de su padre. Asimismo, éste le ha imbuido, desde muy pequeño, una gran afición por las cosas del mar, al ya citado Club de Golf donde el infante gana sin excesivos problemas la semifinal del torneo ante la euforia de los suyos, que ya lo ven como triunfador absoluto en la final a disputar el Sábado de Gloria. Pero, cosas del destino, el inteligente muchacho (que según muchas voces autorizadas del entorno de don Juan en Estoril era ya entonces el preferido de su padre para sucederle, si el ya iniciado distanciamiento con su hijo mayor, cada vez más cerca del franquismo, no paraba de aumentar) nunca acudiría a tan deseada
prueba deportiva.

Sobre las ocho de la tarde, el ambiente se presenta muy relajado en Villa Giralda después de que los condes de Barcelona y sus hijos regresaran de los oficios de Jueves Santo, que han tenido lugar a las seis en la recoleta iglesia de San Antonio, situada pocos metros de su casa y de las bravas y límpidas aguas del océano Atlántico. La condesa habla de sus cosas con unas amigas, en el salón de la casa, asuntos triviales, y muy cerca de ella, en su despacho, don Juan lee hasta la hora de la cena. De repente, una atronadora detonación procedente del piso superior, donde se encuentra la habitación del infante Alfonso y adonde se han retirado escasos minutos antes los dos hermanos, resuena en toda la casa
como un trallazo, seguida en pocos segundos por unos desaforados gritos de Juan Carlos llamando a su padre. Dª María de las Mercedes sale despavorida del salón, al tiempo que su marido, alarmado, corre escaleras arriba.

La escena que se encuentra el conde de Barcelona al entrar en la habitación de su hijo Alfonso es sobrecogedora y ya no se la podrá quitar jamás de su mente mientras viva. El infante más joven yace en el suelo, con la cabeza destrozada por un disparo y rodeado de un gran charco de sangre. A su lado, de pie, hermético, en silencio, como ausente, con sus ojos fijos en algún punto del suel cercano a la cabeza de su hermano, su otro hijo, el cadete que siguiendo las directrices de Franco se había convertido ya en un militar de carrera, mantiene todavía en su mano derecha la pequeña pistola de 6,35 mm que él desgraciadamente ya conoce, y de la que acaba de salir la bala asesina.

Desesperado, don Juan trata de reanimar a su hijo, pero todo es inútil pues a los pocos segundos éste muere en sus brazos. Agarra entonces con fuerza una bandera de España que cuelga de la pared de la habitación y cubre con ella el amado cuerpo, sin vida, del hijo en quien «tenía puestas todas sus complacencias». A continuación, se vuelve con rabia contenida hacia su hijo Juan Carlos, le hace inclinarse sobre el cadáver cubierto con la enseña nacional, y con voz fuerte y solemne le exige:

—Júrame que no lo has hecho a propósito.

El médico de la familia, el doctor Joaquín Abreu Loureiro, llega a Villa Giralda a los pocos minutos, pero apenas puede hacer otra cosa que certificar la defunción del desgraciado infante. El conde de Barcelona, desolado, fuera de sí, agresivo contra su hijo mayor, le hace salir de la habitación de su hermano muerto y le dice con firmeza que debe regresar cuanto antes a la Academia Militar de Zaragoza. Llama por teléfono al duque de la Torre, al que en pocas palabras pone en antecedentes de la tragedia familiar. Éste, a su vez, se la comunicará enseguida a Franco, que ordena secreto absoluto sobre la misma y la publicación urgente, por la Embajada española en Lisboa, de una nota oficial que, desvirtuando convenientemente lo sucedido, lo acomode todo a las necesidades políticas del momento.

La nota de la Embajada, publicada por todos los medios de comunicación portugueses en la mañana del día 30 de marzo de 1956, dirá lo siguiente: Mientras su Alteza el infante D. Alfonso limpiaba un revólver en la tarde del día de ayer con su hermano, se disparó un tiro que le alcanzó en la frente y le mató en pocos minutos. El accidente se produjo a las 20:30 horas, después de que el infante volviera del servicio religioso de Jueves Santo, en el transcurso del cual recibió la santa comunión.

También ordenó Franco que se hicieran los oportunos trámites con el Gobierno portugués para que un espeso manto de silencio cubriera la sorprendente muerte de D. Alfonso, no se promoviera por su parte ninguna investigación policial o judicial al respecto, y su versión oficial se acoplara lo máximo posible a la del Gobierno español, expresada en la nota difundida por su Legación en Lisboa. Como le soltaría con total desparpajo el dictador español a una alta personalidad del entorno político del conde de Barcelona, escasos días después de la trágica muerte del infante:

—A la gente no le gustan los príncipes con mala suerte.

Cínica sentencia que, dos años después, ampliaría al explicar por qué no quería que se hablara de Alfonso en la prensa:

—El recuerdo puede arrojar sobre su hermano sombras por el accidente y en las gentes simplistas evocar la mala suerte de una familia, cuando a los pueblos les agrada la buena estrella de sus príncipes.

La muerte de Alfonso, El Senequita, según la prensa internacional independiente de la época (en España, por supuesto, sólo correría la versión oficial franquista), los comentarios de algunos amigos y confidentes de los dos hermanos, las manifestaciones del entorno familiar de Villa Giralda, y las revelaciones que luego hizo, en sus Memorias, Dª María de las Mercedes, condesa de Barcelona,
ocurrió de la siguiente manera:

El rey jurando defender el franquismo
Los dos hermanos, que habían llegado a Estoril el jueves 22 de marzo de 1956, parece ser que empezaron a aburrirse sobremanera en la casa paterna conforme pasaban los días de aquella Semana Santa «a la portuguesa», demasiado recogida, puritana y de religiosidad sin límites... Y decidieron pasar a la acción utilizando a destajo la pequeña pistola STAR de 6,35 mm (algunas versiones periodísticas, históricas e incluso la nota oficial de la Embajada española, hablan de un revólver calibre 22, lo que no es nada probable ya que la propia condesa de Barcelona, en sus Memorias, hace precisa referencia a «una pequeña pistola de 6 mm que los chicos habían traído de Madrid», y los revólveres, sobre todo los de ese pequeño calibre, eran en aquellos años rara avis en España) que Juanito se había agenciado en la Academia Militar de Zaragoza.

Hablamos de un arma corta que, según todos los indicios, le había regalado el verano anterior el conde de los Andes, Jefe de la Casa de su padre, con motivo de su ingreso en la Academia General Militar. Se ha especulado (en alguna de las escasas publicaciones que a lo largo de los años, aunque muy someramente, han estudiado este lamentable hecho) con que la dichosa pistolita se la había regalado al flamante cadete Juanito el mismísimo Franco, cuando acudió a visitarle muy pocos días después de su ingreso en el ya citado centro de enseñanza castrense; supuesto éste que no resiste el más mínimo análisis objetivo y profesional. Franco, todos los españoles lo sabemos de sobra a estas alturas, siempre fue un sanguinario dictador y un autoritario militar que manejó este país durante años como si fuera un cuartel o su cortijo particular, pero nunca dio muestras de ser un necio o un loco. Y de esas ingratas deficiencias mentales hubiera hecho extraordinario alarde si se le hubiera ocurrido la peregrina idea de regalar una pistola a un inmaduro muchacho de 17 años que se iba a la Academia Militar de Zaragoza a aprender el duro oficio de las armas, y al que, salvo error u omisión del inexperto joven, le tenía reservado un esplendoroso destino; y encima sin decirle nada al padre de la criatura...

No conviene olvidar al respecto que Franco, además de autócrata y asesino en serie (que lo era) seguía siendo un militar profesional, y muy pocos militares, por no decir ninguno, cometería la enorme estupidez de regalar una pistola a su hijo, a un amigo de su hijo, a un sobrino, a un amigo de su sobrino..., o al vecino del quinto, y ello por importante que fuera el motivo de la dádiva. Los profesionales de la milicia (en casa del herrero, cuchillo de palo) tenemos verdadero respeto (por no decir miedo, que suena muy mal en un militar) por las armas de fuego y, en particular, por las pistolas, porque las manejamos a diario, porque conocemos sus efectos y porque el que más y el que menos (todos los que hemos estado en una guerra, desde luego) ha visto a algún compañero, subordinado, superior, amigo o soldado a sus órdenes, morir o sufrir graves secuelas por culpa de alguno de estos pequeños y maquiavélicos artefactos; y no precisamente por accidente, que no suelen suceder si los que las manejan son auténticos profesionales.

Por todo lo anteriormente expuesto, es muy poco probable, por no decir imposible, que la pistola que el joven Juanito se llevó a Estoril, desde Zaragoza, en la Semana Santa de 1956, y con la que «ultimó» a su hermano Alfonso, le fuese regalada por el dictador y protector suyo, don Francisco Franco Bahamonde; y que casi con toda seguridad debió ser el conde de los Andes (como ha sido recogido por algunos autores) el que, demostrando con ello una irresponsabilidad manifiesta, pusiera en manos del hijo mayor del conde de Barcelona el arma que, meses más tarde, acabaría con la vida de su hermano
pequeño.
Pues bien, sabiendo ya que de quién era la pistola (con toda probabilidad, como digo, una pistola semiautomática marca STAR, calibre 6,35 mm) que iba a desencadenar la tragedia en casa de los Borbón en Estoril y quien previsiblemente la compró y regaló, sigamos con el sucinto relato de los hechos.

Los dos infantes, aburridos y con muchas horas libres al día, parece ser que se dedicaron con ella, en las jornadas anteriores al Jueves Santo, a practicar una y otra vez el tiro al blanco, a las farolas de los alrededores, y a todo aquello que se les pusiera por delante. Este irresponsable proceder resulta totalmente increíble en dos jóvenes de 18 y 14 años (el primero caballero cadete de la Academia General Militar, con instrucción militar muy adelantada y experto en armas portátiles), en teoría con una educación y una formación humana y social muy elevadas debido a su rango, y que se encontraban de vacaciones en la casa de sus padres a los que debían respeto y obediencia... Increíble pero auténtico. Su propia madre, María de las Mercedes, lo recoge así en sus Memorias:

El día anterior [28 de marzo, Miércoles Santo] los chicos habían estado divirtiéndose con el arma disparando a las farolas. Por ello, don Juan les había prohibido jugar con la pistola. Mientras esperaban el servicio religioso de la tarde, los dos muchachos se aburrían y decidieron subir a jugar otra vez con ella. Se estaban preparando para tirar contra una diana cuando el arma se disparó, poco después de las ocho de la tarde. O sea que los muchachos, según su madre, se habían dedicado a pegar tiros por la calle con el arma de fuego propiedad de Juan Carlos (por lo menos, el día anterior de la tragedia). Después, a pesar de que su padre la había requisado y guardado bajo llave en un secreter, el Jueves Santo por la tarde, luego de conseguir de su madre que les abriera el mismo y les entregara de nuevo la pistola, subieron a la habitación de Alfonso a practicar el tiro al blanco. ¡Demencial, pero cierto!

Lo que ocurrió allí dentro, en la habitación del Senequita, nadie lo sabe con certeza absoluta (a excepción del hoy todavía rey de España, que desde el preciso momento en el que le descerrajó un tiro a su hermano Alfonso se ha callado como si realmente el muerto fuera él), pero he aquí que nos podemos aproximar mucho a la realidad de los hechos después de estudiar y analizar convenientemente todas las informaciones (no hay muchas, pero sí sabrosas) que la prensa internacional independiente publicó en su día. Por ellas sabemos (en contra de la angelical versión oficial del Régimen franquista, aireada en la escueta nota de la Embajada española en Lisboa de 30 de marzo de 1956) que fue precisamente Juan Carlos quien apretó el disparador (vulgo gatillo) de la pistola que acabó con la vida de su hermano menor. Ni él, ni su padre, don Juan, negaron nunca las informaciones periodísticas posteriores al hecho que enseguida pusieron en cuarentena la información oficial que hacía referencia a un supuesto accidente fortuito, cuando Alfonso limpiaba una pistola en presencia de su hermano. Lo que sí se ha especulado mucho es sobre el «cómo» se produjo el disparo, el «por qué» del mismo y cuáles fueron las circunstancias en que se produjo tamaña tragedia familiar. Fue protagonizada, no conviene olvidarlo, por un hombre ya «hecho y derecho» como Juan Carlos de Borbón, con 18 años cumplidos en enero, militar profesional con más de seis meses de instrucción castrense intensiva en su haber (más otros seis de formación premilitar), y que tuvo como víctima a un adolescente de 14 años, inteligente, muy despierto, nada alocado, que había dado hasta ese momento muestras sobradas de responsabilidad y cordura. Por supuesto que en las líneas que siguen voy a contestar a todos esos interrogantes, y a alguno más, después de haber dedicado mucho tiempo a estudiar, analizar y clarificar con todo detalle lo sucedido en Villa Giralda aquel tremendo Jueves Santo de 1956; sirviendo así al lector de hoy y, por supuesto, al de años venideros, la verdad objetiva, histórica, no manipulada por nadie, que se desprende de todos esas investigaciones.

Pero todo a su debido tiempo.

Conviene acabar primero con el relato de aquel desgraciado hecho y después, sin prisas, sin demagogia, sin autocensura, buscando por encima de todas las cosas la auténtica verdad, entrar a valorarlo debidamente en todas sus vertientes. Sacaré las conclusiones pertinentes, apoyándome, para ello, en mi larga experiencia como historiador militar (sin bozal orgánico de ninguna clase y con una cierta credibilidad social después de muchos años de aguantar a pie firme los duros arrebatos del poder de turno) y en mi extenso curriculum profesional como militar de Estado Mayor.

Nos habíamos quedado en el momento en el que el doctor Loureiro acude presuroso a Villa Giralda, como respuesta al urgente llamamiento del conde de Barcelona. El médico no puede hacer nada, ya que el infante Alfonso ha fallecido minutos antes. La bala, disparada a bocajarro, le ha entrado por la nariz y le ha destrozado el cerebro. Certificará su defunción, obviamente, pero nadie jamás verá nunca ese certificado de la muerte del hijo menor de don Juan de Borbón.

Pese a la normativa legal imperante en todos los países civilizados del mundo ante un asunto de esa naturaleza, la Policía Judicial no acudirá al domicilio del pretendiente a la Corona de España (que acaba de perder a su hijo más amado en unas sorprendentes y extrañas circunstancias) a levantar el oportuno atestado y buscar pruebas que aclaren lo sucedido; ni tampoco ningún juez, algo increíble en un moderno Estado europeo aunque estemos hablando del Portugal de 1956 víctima de una feroz dictadura, se personará asimismo en Villa Giralda para proceder al levantamiento del cadáver y ordenar el inicio de las oportunas indagaciones. Nadie investigará absolutamente nada, por lo tanto, en una muerte violenta por arma de fuego disparada a escasos centímetros de la cabeza de la víctima por su propio hermano. Ambos, presunto homicida y víctima, son infantes de la Casa de Borbón y herederos de los supuestos derechos dinásticos de su padre, el conde de Barcelona.

Un espeso manto de silencio caerá como una losa de granito sobre la habitación de la parte alta de la casa en la que el inteligente Senequita reposa inerte bajo la bandera de su país al que, incomprensiblemente, no podrá regresar durante muchos años, concretamente hasta 1992, y no precisamente por impedimentos del Régimen franquista que, como todos sabemos, desapareció oficialmente en 1975, sino por la negativa de su propio hermano Juan Carlos.

Éste, desde que subió al trono el 22 de noviembre de ese mismo año, pareció olvidarse para siempre de su desgraciado compañero de «juegos de guerra» en el Estoril de 1956 y, finalmente, sólo accedió a trasladar sus restos a España cuando su padre, enfermo terminal de cáncer, se lo pidió in extremis como un último deseo aún no cumplido

Hasta el cuerpo del delito, el arma causante de la tragedia, la pequeña pistola semiautomática de 6,35 mm propiedad del cadete Juanito que, de forma inexplicable, había sido cargada, montada, desactivada de sus mecanismos de seguridad, apuntada y por fin disparada contra el infante D. Alfonso a pocos centímetros de su cabeza..., desaparecerá muy pronto, escasas horas después. Fue arrojada al mar por el propio padre de Juan Carlos que, según comentaría tiempo después, «ansiaba perderla de vista cuanto antes»; con lo que se hurtaba así una prueba preciosa para cualquier posterior investigación policial o judicial.

Don Alfonso recibió sepultura en el cementerio de Cascais el sábado 31 de marzo de 1956. El funeral fue oficiado por el nuncio papal en Portugal y a él asistió un nutrido grupo de monárquicos españoles y otro, sensiblemente menor, de personalidades adscritas a diversas casas reales europeas. El Gobierno portugués estuvo representado por el presidente de la República, y por parte española la representación institucional fue mucho más modesta, al acudir al luctuoso acto el ministro plenipotenciario de la Embajada española, ya que el embajador, el orondo Nicolás Franco, hermano mayor del dictador, se encontraba en cama reponiéndose de un accidente de tráfico. Francisco Franco, no obstante, envió un mensaje de condolencia a la familia del fallecido infante.84 Juan Carlos asistió al entierro de su hermano y al funeral vestido con el uniforme de caballero cadete de 1.º curso de la AGM de Zaragoza, con cara de circunstancias y aspecto distraído. Sin duda la procesión iba por dentro, pero no dio especiales muestras de desolación y tristeza durante el desarrollo de ambas ceremonias. Aparecía ausente y como con ganas de que todo terminara cuanto antes. Su padre, abatido, destrozado, perplejo todavía por todo lo que había tenido que vivir durante las últimas 48 horas, aguantó el tipo y contestó a todos los saludos y condolencias con gentileza y dignidad.

El duque de la Torre, general Martínez Campos, acompañado por su ayudante (el después tristemente célebre general Armada), respondiendo puntual a la angustiosa llamada de don Juan y tras la preceptiva autorización de Franco, se había plantado en Estoril a bordo de un avión militar DC-3 pilotado por el comandante García Conde. Sin pérdida de tiempo, recién acabadas las ceremonias mortuorias, metieron al cariacontecido Juanito en él y se lo llevaron directamente a Zaragoza, donde escasos días después iniciaría su tercer trimestre académico. Según algunos de sus compañeros, se encontraba en una acendrada soledad, con claros síntomas de introspección, con cara de pocos amigos, huraño y huidizo.

Sin embargo, estos claros síntomas de depresión y tristeza cederían pronto y pasadas muy pocas semanas, en contra totalmente de algunos rumores infundados que empezaron a correr por los mentideros políticos madrileños y que ponían en labios del único hijo varón vivo del conde Barcelona unas intenciones nada claras de evadirse del mundo e ingresar en un monasterio, reaccionaría con inusitada firmeza. Lo hizo en un sentido totalmente opuesto a esos rumores, dedicándose con furia todos los sábados (sabadetes), domingos y fiestas de guardar a la más pura y descabalada dolce vita, a salir con chicas (cuantas más, mejor), a frecuentar toda clase de mujeres ya maduritas que sus compañeros de francachela le ponían en bandeja (muchas de las cuales provenían del entorno del notario y amigo de barra de Juanito, el señor García Trevijano, que tenía establecido su «cuartel general» en el Gran Hotel zaragozano), a beber en demasía por cafeterías, tascas y salas de fiesta de la «movida cadeteril maña» y, en definitiva, a tratar de olvidar todo lo ocurrido semanas atrás en el exilio dorado de sus padres en Estoril. Fue una amnesia buscada que, parece ser, conseguiría pronto, en todo caso antes del verano de ese mismo año, 1956, en el que, dando claras muestras de una recuperación asombrosa y con sus genes borbónicos pidiendo guerra, se dedicaría en cuerpo (sobre todo) y alma a disfrutar de lo lindo con su íntima amiga Olghina de Robilant.

La muerte de su hijo afligiría profundamente a la condesa de Barcelona, Dª María de las Mercedes, que caería en una profunda depresión y tendría que ser internada bastante tiempo en una clínica alemana. En todo momento tendría a su lado a Amalín López Dóriga, viuda de Ybarra, que sería su paño de lágrimas hasta su muerte. Parece ser que el sentimiento de culpa al haber sido ella en persona quien entregara la pistola a sus hijos, el día de autos, afectó profundamente el alma de Dª María, que ya nunca dejó de recordar la infausta fecha como la más desgraciada de su vida. También afectaría la tragedia familiar a la hermana de Juan Carlos, la infanta Margarita, que saldría ese mismo mes de abril hacia Madrid para estudiar puericultura y ya no regresaría hasta tres años después. Asimismo, abandonó Villa Giralda, ya para siempre, el aya de los infantes durante muchos años, la suiza Anne Diky, que había entrado en la casa cuando nació Alfonso.

La trágica desaparición de su segundo hijo varón afectaría también profundamente a don Juan, tanto en lo personal como en lo político. En lo primero, acusaría la tragedia hasta extremos increíbles, iniciando muy pronto una huida hacia adelante, una huida en realidad de sí mismo y de su entorno familiar más cercano que lo llevaría a poner tierra por medio, a emprender largos cruceros por todo el mundo, primero a bordo de su yate Saltillo y más tarde, en su nuevo barco, el Giralda. Lo hizo olvidándose de todo y de todos. En sus largos periplos ambos barcos llevarían siempre sus bodegas bien repletas de bebidas alcohólicas, preferentemente ginebra, de la que se aprovisionarían muchas veces en las plazas españolas de Ceuta y Melilla a su paso por el Estrecho. Todavía se acordaban en 86 la Comandancia General de Melilla, a mediados de los años 80 (época en la que este modesto historiador militar estuvo destinado en el Estado Mayor de esa ciudad española del norte de África), de las repetidas escalas del yate del conde de Barcelona en el puerto de la ciudad, allá por los años 60 y 70, ante las cuales el comandante militar de la plaza debía reaccionar con presteza enviando a bordo unas cuantas cajas de la mejor ginebra que pudieran encontrar los servicios de Intendencia militar, y casi siempre sin recibir ni siquiera un agradecimiento personal del ilustre patrón de la pequeña nave de recreo.

Juan Carlos no era un niño cuando disparo contra su hermano:
imagen de su época de cadete.
El fallecimiento del infante Alfonso también influiría muy negativamente en la política del conde de Barcelona, debilitando su posición ante Franco y haciéndole depender mucho más de los vaivenes de la situación de Juan Carlos en España. Su desaparición privaba a don Juan, desde el punto de vista del legitimismo dinástico, de un hipotético sustituto para el caso de que su hijo mayor aceptara ser el sucesor del general Franco contra la voluntad paterna, y al margen de la línea sucesoria considerada normal. Para algunos muy destacados sanalistas de la época quedó muy claro que, «de haber vivido Alfonso, su mera existencia habría condicionado el comportamiento posterior de Juan Carlos en la lucha entre su padre y Franco.»

La infausta muerte del Senequita serviría también para poner nuevamente a flote algunas rencillas familiares, aparentemente dormidas, en el seno de la familia Borbón. Don Jaime, hermano mayor de don Juan, procuró enseguida sacar alguna ventaja política del luctuoso hecho. Como lo cortés no quita lo valiente, envió con premura un sentido mensaje de condolencia, pero cuando unas semanas después, concretamente el 17 de abril de 1956, el periódico italiano Il Settimo Giorno publicó un relato pormenorizado de lo ocurrido, que difería absolutamente de la versión oficial ofrecida en Lisboa y señalaba acusadoramente a Juan Carlos, hizo unas explosivas declaraciones, en principio privadas, pero publicadas después por la prensa francesa. De ellas, sobresalía lo siguiente:

Estoy desolado de ver que la tragedia de Estoril es llevada de esta forma por un periodista al que le ha sorprendido la buena fe, pues me niego a no creer en la veracidad de la versión de mi desgraciado sobrino, dada pormi hermano. En esta situación y en mi calidad de jefe de la Casa de Borbón, no puedo más que estar en profundo desacuerdo con la actitud de mi hermano Juan que, para cortar toda interpretación posterior, no ha pedido que se abriera una encuesta oficial sobre el accidente y que fuera practicada la autopsia en el cuerpo de mi sobrino, como es habitual en casos parecidos.

Ni don Juan ni su hijo Juan Carlos se permitieron contestar a la petición de don Jaime, por lo que éste, el 16 de enero de 1957, daría una nueva vuelta de tornillo a la espinosa cuestión familiar con una carta dirigida a su secretario, Ramón de Alderete. Publicada después en algunos medios de comunicación y después de exponer que «varios amigos me han confirmado que fue mi sobrino Juan Carlos quien mató accidentalmente a su hermano Alfonso», le pedía que solicitara en su nombre que «por las jurisdicciones nacionales o internacionales adecuadas se proceda a la encuesta judicial indispensable para esclarecer oficialmente las circunstancias de la muerte de mi sobrino Alfonso». Don Jaime terminaba su misiva con una dura acusación hacia su hermano Juan y, sobre todo, a su sobrino Juan Carlos:

Exijo que se proceda a esta encuesta judicial porque es mi deber de jefe de la Casa de Borbón y porque no puedo aceptar que aspire al trono de España quien no ha sabido asumir sus responsabilidades.

Expuestos hasta aquí, aunque muy sucintamente, los hechos acaecidos en Estoril aquella tremenda tarde/noche del 29 de marzo de 1956, vamos ahora a analizarlos, a estudiarlos en profundidad y a sacar las oportunas conclusiones; tarea nada fácil, pero que yo me voy a permitir afrontar prioritariamente desde el punto de vista de un militar profesional con muchos años de servicio y, por lo tanto, con un amplio conocimiento de las armas portátiles. No conviene olvidar que la tragedia familiar que estamos comentando, con todas sus consecuencias políticas, históricas y sociales, tuvo como causa desencadenante un arma, una pistola, y hasta la fecha muy pocos historiadores, y desde luego ninguno militar experto en armas, se han atrevido a hincarle el diente a tan tenebroso tema; protegido, como todo lo que huele a monarquía y a Borbón en España, por un secreto pacto de silencio de los medios de comunicación (más bien de sus directores) que alguna vez habrá que erradicar del horizonte informativo español.

Habrá que hacerlo aunque sólo sea por respeto a los ciudadanos de este país, que tienen todo el derecho del mundo a recibir información objetiva y valiente sobre hechos históricos trascendentes que han afectado a sus vidas. Y para llegar al fondo de la cuestión, sin dejarnos absolutamente nada en el tintero, vamos a empezar por las hipótesis que, sobre lo ocurrido, se han barajado todos estos años por parte de integrantes de la propia familia Borbón, de amigos y confidentes de los dos protagonistas de la tragedia, y también por periodistas que tuvieron acceso privilegiado a determinadas informaciones relacionadas con la misma. Estas hipótesis, que tratan sencillamente de explicar lo que es inexplicable, son básicamente tres, a saber:

A) Juan Carlos apuntó en broma a Alfonsito y, sin percatarse de que el arma estaba cargada, apretó el gatillo.

B) Juan Carlos apretó el gatillo sin saber que la pistola estaba cargada y la bala, después de rebotar en una pared, impactó en el rostro de Alfonsito.

C)Alfonsito había abandonado la habitación para buscar algo de comer para Juan Carlos y para él. Al volver, con las manos ocupadas, empujó la puerta con el hombro. La puerta golpeó el brazo de su hermano Juan Carlos, quien apretó el gatillo involuntariamente justo cuando la cabeza de Alfonso aparecía por la puerta.
Ninguna de estas tres hipótesis podría ser tomada ni medianamente en serio por analista o experto que se precie. Son sólo eso, hipótesis rebuscadas, infantiles e inconsistentes para cualquiera que sepa algo de armas; explicaciones familiares interesadas para tratar de cubrir con un manto de duda la verdad, la auténtica realidad de unos hechos que, de haber sido investigados y aclarados como se supone se debe hacer en un Estado moderno y europeo, se hubieran substanciado con toda seguridad con graves responsabilidades penales para el entonces infante y heredero de Franco, in pectore, Juan Carlos de Borbón. Pero la inconsistencia o no de cada una de estas hipótesis (justificaciones familiares, más bien para mentes ingenuas) las va a poder apreciar personalmente el lector en cuanto «haga suyas» las razones, esencialmente técnicas pero también históricas o de simple sentido común, que a continuación, en las páginas que restan del presente capítulo, voy a exponer lisa y llanamente. Vayamos con ello.

El cadete Borbón tenía en su haber en el momento del extraño «accidente» (29 de marzo de 1956) nada menos que seis meses de instrucción militar intensiva (de septiembre de 1955 a marzo de 1956) y otros seis meses previos de instrucción premilitar (de enero a junio de 1955). A lo largo de los dos primeros trimestres de su estancia en la Academia General Militar de Zaragoza recibió, como todos y cada uno de los cadetes de 1.º curso, una metódica instrucción de tiro con toda clase de armas portátiles (pistola, mosquetón, granada de mano, subfusil automático, fusil ametrallador...) con el fin de estar en condiciones de prestar servicio de guardia de honor en la Academia, una actividad tradicional de gran prestigio y solemnidad dentro de las obligaciones docentes en el primer centro de enseñanza militar de España.

Juan Carlos de Borbón conocía pues, en la Semana Santa de 1956, el uso y manejo de cualquier arma portátil del Ejército español y por lo tanto, con más seguridad, el de una sencilla y pequeña pistola semiautomática como la STAR de 6,35 mm (o calibre 22, en su caso concreto), en cuya posesión estaba, según todos los indicios, desde el verano de 1955. ¿Cómo se le pudo disparar entonces esa pequeña pistola, apuntando además a la cabeza de su hermano Alfonso, si además, previamente, tuvo que cargarla (introducir el cargador con los cartuchos en la empuñadura del arma), después montarla (empujar el carro hacia atrás y luego hacia delante, para que un cartucho entrara desde el cargador a la 90 recámara), a continuación, desactivar el seguro de disparo con el que estaba dotada, y finalmente, presionar con fuerza el disparador o gatillo (venciendo las dos resistencias sucesivas que presenta, claramente diferenciadas) para que entrara en fuego?

Es prácticamente imposible, estadísticamente hablando, que a un militar medianamente entrenado se le escape accidentalmente un tiro de su arma si sigue el rígido protocolo aprendido en la instrucción correspondiente. Por ejemplo, en el caso de una pistola semiautomática (repito ordenadamente los conceptos que acabo de exponer para mejor comprensión del lector) es el siguiente:

1.º Introducir los cartuchos en el cargador.
2.º Colocar el cargador en su alojamiento de la empuñadura.
3.º Montar el arma desplazando el carro hacia atrás y hacia delante, para que el primer cartucho entre en la recámara.
4.º Desactivar el seguro o seguros (normalmente dos o tres) de los que dispone.
5.º Apuntar el arma con precisión y sujetarla con fuerza si se quiere dar en el blanco, puesto que el retroceso del cañón (y por ende, de la pistola) dificulta mucho el éxito del disparo.
6.º Apretar con fuerza el disparador de la pistola (vulgo, gatillo) venciendo las dos resistencias sucesivas que presenta para lograr, finalmente, que el disparo se efectúe.

El rey y su maestro, Francisco Franco
¿Verdad que no es tan sencillo y rápido disparar una pistola? Pues claro que no, y es por ello por lo que a cualquier persona que conozca las armas y su manejo (como era el caso de Juanito) le resulte casi imposible equivocarse y que se le dispare una pistola sin querer. Una pistola se dispara cuando el que la maneja quiere y siempre que haya efectuado el protocolo de disparo antes señalado. Y una vez disparada, es muy difícil (prácticamente imposible) que el proyectil, sobre todo en los de pequeño calibre, se aloje en la cabeza de una persona causándole la muerte o daños irreparables si previamente el arma no ha sido apuntada con precisión a ese blanco humano, ya que el número de posibles 91 líneas de tiro es sencillamente infinito. A no ser, claro está, que se dispare al albur contra una masa humana cercana.

Tanto es así, que en mis cuarenta años de profesión militar no he conocido un solo caso, ni uno tan siquiera, de que a un recluta, y mucho menos a un soldado veterano, se le disparase accidentalmente su arma y matara o causara lesiones graves a un compañero. Ni un solo caso, jamás, y eso que he tenido más de veinte destinos en el Ejército español y la mayoría de ellos en unidades muy operativas o de élite. Únicamente, estando destinado como jefe de Estado Mayor en la Brigada de Infantería de Zaragoza, fui testigo de un pequeño accidente doméstico cuando una bala se alojó en el suelo del salón de mi domicilio, ubicado encima del cuerpo de guardia, procedente del fusil CETME de un soldado que al pasar la correspondiente revista de armas tenía un cartucho en la
recámara y al apretar el disparador, por orden expresa de su jefe, salió rauda en busca de mi modesta persona (o de alguna otra de mi familia) con un ángulo de tiro de 90 grados. Pero este disparo fortuito (que por ocurrir escasos días después del famoso 23-F provocó de inmediato en mi esposa un desgarrador alarido de pánico, comparable, sin duda, al lanzado por los señores diputados en el Congreso cuando Tejero se lió a tiros con el techo del hemiciclo) de accidente no tuvo nada, sino de viciosa práctica común de los segundos jefes de las guardias de prevención de los cuarteles de toda España. Esos, como malsana y antirreglamentaria norma, después de pedir a sus soldados que quitaran el cargador de su arma, ordenaban a continuación apretar el gatillo para asegurarse expeditivamente que ninguno de ellos se iba al dormitorio con un cartucho en la recámara de su fusil de asalto.

Lo que sí he conocido, por supuesto, y muchas veces de cerca, han sido bastantes casos de suicidios, homicidios, asesinatos y lesiones irreversibles causadas por reclutas, soldados, e incluso mandos, en la persona de algún compañero o superior (normalmente con una estrecha relación con ellos) que en principio fueron presentados por sus jefes más inmediatos como «desgraciados accidentes» en el curso de la limpieza del arma o jugando con sus compañeros y, que, tras unas someras investigaciones decretadas por la superioridad, devinieron enseguida en acciones delictivas premeditadas y preparadas de antemano por el causante de la desgracia. Pero siempre, para preservar el honor y el buen nombre de la Institución castrense y paliar en lo posible el dolor de los deudos de las víctimas, seguirían siendo consideradas, a pesar de la investigación realizada, como desgraciados «accidentes laborales» sin, obviamente, responsabilidad alguna para sus causantes.

Hasta tal punto ha sido tan común esta práctica en el Ejército español (que, por cierto, continúa con ciertos matices en nuestros días) que, ya como norma, tras un hecho tan lamentable como el que estamos tratando, con resultado de muerte, los mandos intermedios involucrados en el mismo (coronel, teniente coronel...), ante la previsible reacción del general de turno, optaban siempre, de entrada, por apuntarse a la teoría del accidente. Así las cosas, los presentaban a los medios de comunicación y a la sociedad como un hecho desgraciado, fortuito y totalmente imprevisible ante el uso por los soldados de armas cada vez más peligrosas, sofisticadas y de difícil manejo.

Pero, obviamente, esto no es así, ni mucho menos. Las armas de fuego las cargará el diablo, según el conocido dicho popular, pero son muy seguras en su manejo si el que las utiliza tiene unos elementales conocimientos de las mismas y cumple a rajatabla los protocolos y órdenes para su uso. Las pistolas, por ejemplo, disponen de dos, tres, y hasta cuatro seguros, para evitar que puedan dispararse al azar y es prácticamente imposible, en líneas generales, que esto ocurra pues para llegar al disparo, repito, hay que cumplir religiosamente con toda una serie de acciones previas; sin las cuales, la apertura de fuego nunca se producirá. Concretamente, en el caso que nos ocupa de la pequeña pistola en poder del entonces cadete Juanito (rey de España, después), en marzo de 1956, alguien tuvo que cargarla, montarla, desactivar los seguros de que disponía (salvo que hubiera sido manipulada), apuntarla a la cabeza del infante Alfonso y, por último, apretar el disparador con suficiente fuerza y determinación para vencer el muelle antagonista del que está dotado y que presenta dos resistencias o pasos sucesivos para que, al final del segundo, se produzca el golpe del percutor sobre el fulminante del cartucho y con ello, el letal disparo.Prácticamente es imposible, vuelvo a insistir, que sin querer, sin que el que utiliza un arma esté dispuesto a dispararla, ésta entre en fuego. Yo por lo menos no he conocido ningún caso (los que llegaron a mí no resistieron la más somera de las investigaciones) de un accidente de verdad; y mucho menos a cargo de un soldado con instrucción básica de tiro, de un mando con instrucción superior o, como era el caso del príncipe Juan Carlos, de un caballero cadete de la AGM de Zaragoza con seis meses de instrucción intensiva. No quiero negar al 100% la posibilidad de que en Estoril ocurriera lo nunca visto y que, efectivamente, el diablo le jugara una mala pasada al díscolo Juanito de nuestra historia en forma de desgraciado o extraño accidente mientras se entretenía («jugaba», según el manido argot familiar) con su hermano disparando la pistolita de marras. ¡Por favor, un cadete del Ejército español, con 18 años de edad, jugando a pegar tiros de los de verdad en la habitación de su hermano pequeño! Pero en este caso existen abundantes indicios racionales, muy claros para un experto militar, que apuntan a lo contrario, a que el arma fue disparada a sabiendas de lo que podía ocurrir. Y que, indefectiblemente, ocurrió lo peor...

Las dos personas que intervinieron en este distinguido «juego de niños» de Villa Giralda (como lo denomina en sus Memorias Dª María de las Mercedes, condesa de Barcelona y madre de los «jugadores»), en marzo de 1956, no eran ya unos niños y, por supuesto, aquello no tuvo nunca nada de juego. Juan Carlos tenía ya (no me cansaré de repetirlo, pues todavía no me cabe en la cabeza, como historiador militar, que la persona que ha ocupado durante más de treinta años la Jefatura del Estado español, bien es cierto que sin un mérito especial por su parte si hacemos abstracción de su nacimiento y de los intereses políticos del franquismo, cometiera semejante estupidez en su juventud y encima sin querer afrontar la responsabilidad consiguiente) 18 años bien cumplidos. Era todo un caballero cadete de la Academia General Militar, un hombre con seis meses de instrucción académica (que incluye todo tipo de ejercicios de fuego real con armas de guerra mucho más sofisticadas que una simple pistola de 6,35 mm) y otros seis de instrucción premilitar en el palacio de Montellano, donde, por lo menos en teoría, le darían clases de tiro sus profesores castrenses. El infante 94 Alfonso tampoco era un niño, tenía 14 años y una inteligencia privilegiada.

Había dado muestras hasta entonces de una gran estabilidad emocional y suma prudencia, por lo que era el preferido de su padre, el conde de Barcelona, que, según algunos de sus biógrafos, pensaba nombrarle en el futuro su heredero dinástico si su hijo mayor, Juan Carlos, cedía en demasía a los oropeles del franquismo y abandonaba la tutela paterna en busca de un atajo al trono de España. ¿Tendría esto último algo que ver con las extrañas circunstancias de su muerte? La Historia dirá, en su momento, la última palabra. Seguro.

La pistola causante de la tragedia, para más inri, había vuelto a poder de Juanito el mismo día de autos en contra de las instrucciones de su padre, que había «decretado» su guardia y custodia bajo llave en un secreter del salón de la casa. Con muy buen criterio lo hizo ante la irresponsabilidad manifiesta de su propietario, que se había dedicado, en las jornadas precedentes al luctuoso hecho de Jueves Santo, a efectuar ejercicios de fuego real por las calles cercanas a su domicilio. Concretamente el día anterior, Miércoles Santo, los dos hermanos habían tomado como blanco de sus «juegos infantiles» las farolas de alumbrado público de su propia calle. Todo un despropósito, se mire como se mire. Pero la pistola, la tarde en la que murió Alfonso, no fue cargada con toda seguridad por el diablo sino por el propio Juan Carlos, ya que el arma era de su propiedad y su hermano no tenía por qué conocer su manejo. Asimismo, la pistola, con toda seguridad también, sería montada por Juanito que, lógicamente, ejercería en estos «juegos» como propietario y como militar profesional que era, de maestro de ceremonias. La teoría de que una bala podía estar ya alojada con anterioridad en la recámara y precipitar anómalamente el disparo fatal, no se puede sostener ante experto alguno, pues un seguro (un diente metálico situado en la parte superior de la corredera de prácticamente todas las pistolas que se fabrican en el mundo) alerta claramente si la recámara está ocupada y, además, por esa sola causa no podía desencadenarse el disparo fortuito.

Por otra parte, la pistola la tenía en su poder Juan Carlos desde el verano de 1955, en el que la recibió como regalo por su ingreso en la Academia Militar de mano del conde de los Andes, según todos los indicios. Al incorporarse a ese centro militar, el 15 de septiembre de ese mismo año, seguía con ella pues algunos de los cadetes de aquella época recuerdan que «fardaba» de su posesión ante sus congéneres del «clan Borbón». Y no sólo era propietario de la pistolita de marras, sino también de una preciosa carabina calibre 22 que despertaba la envidia de alumnos y profesores. No conviene olvidar, por otra parte, que el infante, como ya he reiterado una y otra vez a lo largo del presente trabajo, había realizado ejercicios de fuego real con toda clase de armas portátiles durante sus seis primeros meses en la Academia Militar, incluidas pistolas de 9 mm largo. Sin ningún temor a exagerar, tras dos trimestres de «mili especial» como la que realizaban los cadetes españoles de la AGM en la década de los 50, afirmo que era todo un experto en armas cuando se incorporó de nuevo a la casa paterna a últimos de marzo de 1956.

Incluso había realizado ejercicios de fuego real con su propia pistola. Previsiblemente en el propio campo de tiro de la Academia, durante sus ratos libres, ya que era un entusiasta del tiro y no faltó nunca a un ejercicio de fuego de instrucción o de combate con ningún tipo de arma; igual que no dejó de asistir jamás a las clases de equitación (los caballos eran otra de sus aficiones preferidas) y a las de prácticas de conducción de vehículos militares, actividad que también le obsesionó mientras estuvo en Zaragoza.

Como he señalado hace un momento, algunos historiadores han especulado con el tipo de arma que realmente mató al infante Alfonso, haciendo referencia a que podía haber sido un revólver de calibre 22 e, incluso, una pistola de ese mismo calibre. Esta posibilidad, aún no siendo determinante en el proceso de clarificación histórica en el que estamos inmersos (ya que cambia muy poco las circunstancias y las responsabilidades de aquel luctuoso hecho), no tiene muchas probabilidades de ser cierta. En primer lugar, porque la propia madre de Juan Carlos en sus Memorias, como también he señalado, menciona «una pequeña pistola de 6 mm que los chicos habían traído de Madrid» (el calibre de 6 mm no existía entonces como tal, siendo el menor que se encontraba en el mercado el de 96 6,35 mm). En segundo lugar, porque los revólveres, y todavía más los de calibre 22, no se encontraban tan fácilmente en la España de la época. Las armas ligeras que se usaban (y se vendían, incluso en el mercado negro) eran mayoritariamente de las marcas STAR, Astra y Llama, de calibres 6,35, 7,65, 9 mm corto y largo, siendo normalmente los calibres más pequeños (6,35 y 7,65) los utilizados por militares y miembros de las fuerzas de seguridad para su defensa personal (como armas de su propiedad) y los superiores (9 mm corto y sobre todo, largo) los reglamentarios en cuarteles y unidades operativas. Y en tercer lugar, porque ningún cadete que coincidiera con Juan Carlos en sus años de Academia en Zaragoza ha hablado nunca de que viera un revólver en sus manos y sí, y muchos, de la pistolita que guardaba el Borbón como un auténtico tesoro y que exhibía ante sus amigos a todas horas. Por todo ello, es mucho más plausible y lógico que fuera una pequeña pistola de 6,35 mm, propiedad del infante Juan Carlos, la que acabó, muy certeramente por cierto (pues no es nada fácil matar a una persona con un solo disparo de ese pequeñísimo calibre), con la vida del infante Alfonso de Borbón.

Y sigamos con las consideraciones sobre las tres hipótesis que anteriormente he sacado a colación como las más representativas de la cortina de humo levantada en su día por familiares, amigos y periodistas de cámara de la familia Borbón, para tratar de cubrir, con el ropaje de un desgraciado accidente, la muerte violenta a punta de pistola de uno de sus miembros más jóvenes, inteligentes y prometedores. La segunda de las mencionadas hipótesis (propalada incluso por el propio Juan Carlos que, al parecer, se la sugirió a su amigo portugués Bernardo Arnoso) habla de que el cadete Juanito, que tendría lógicamente en su mano derecha la pistola cargada y montada en el momento del disparo fatal, «apretó el disparador de la misma creyendo que estaba descargada y la bala rebotó en una pared y fue a incrustarse desgraciadamente en la cabeza de su hermano Alfonso causándole la muerte instantánea.» Esta justificación, venga o no venga del propio protagonista de la tragedia, es sencillamente ridícula. No se la puede creer nadie que sepa algo de armas de fuego y de teoría del tiro. Un pequeño proyectil, procedente de un cartucho de 6,35 mm (y lo mismo ocurriría si se tratara de un calibre 22), que ha sido disparado con la pistola correspondiente, no tiene la suficiente fuerza cinética para impactar en una pared de una habitación y seguir después en una nueva trayectoria hacia sabe Dios dónde. Es más, aunque el ángulo de incidencia con la pared fuera extremadamente pequeño, de muy pocos grados, y en consecuencia, más factible de que esto pudiera ocurrir, la bala seguiría con un ángulo de salida de la pared tan pequeño que no le permitiría separarse mucho de ella, a lo sumo unos pocos centímetros, con lo que nunca podría buscar un nuevo blanco que no estuviera en la propia pared o muy cercano a ella; y, desde luego, con una fuerza de penetración muy reducida, cercana a cero. Eso contando con que el ángulo de incidencia sea casi plano, lo que es muy difícil que ocurra disparando el arma desde el centro de una habitación. Si el proyectil, como es lo más normal, hubiera llegado a la pared con un ángulo de incidencia cercano a los noventa grados, habría entrado en la misma, pero nunca hubiera salido. No hubiera tenido fuerza residual suficiente para traspasar el muro de la habitación y penetrar en la contigua, y mucho menos aún, para volverse a buscar la cabeza del desgraciado infante Alfonso. Así de claro y así de sencillo. O sea que de posible rebote de la bala que presumiblemente disparó Juan Carlos de Borbón, nada de nada. No se lo puede creer nadie y punto final.

Y tampoco se puede creer nadie, medianamente constituido intelectualmente, lo contemplado por la tercera hipótesis, ésa de la inoportuna salida del Senequita de su habitación en busca de viandas para los dos «jugadores» y que propicia que a la vuelta asome inoportunamente la cabeza por la puerta y se la vuele su hermano (sin querer, claro) de un certero disparo tras recibir un golpe en el brazo. Este guión es más propio de una mala novela negra o de espías que del vivido por los protagonistas de aquel desgraciado evento, en la recogida Villa Giralda de los años 50. Aunque en este caso, de haberse producido todo como recoge esta hipótesis (sugerida por Pilar, hermana de Juan Carlos, a la escritora griega Helena Matheopoulos), la realidad hubiera superado de nuevo a la ficción pues ni el mismísimo Ian Fleming hubiera sido capaz de proponer algo tan inverosímil para que su famoso personaje James Bond; que manejando una ridícula pistolita de 6,35 mm, mandara sin querer al otro mundo, de un solo disparo en la cabeza, al despistado enemigo que, pretendiendo sorprenderle en su habitación, le golpeara el brazo con tan mala fortuna que provocara tan anómalo accidente. ¡Demasiado incluso para el sagaz agente 007 de Su Graciosa Majestad Británica! Pero parece ser que no, si hacemos caso a Dª Pilar, para el «francotirador de Estoril», su hermano Juanito (el terror de los vecinos de Villa Giralda en aquella Semana Santa portuguesa de 1956) que, después de dejar a oscuras con su pistola todas las calles de los alrededores, tuvo esa mala suerte de que su hermano le golpease el brazo y una inoportuna bala se cobrase sin más su vida.

A la vista de todo lo que acabo de exponer, supongo que el lector ya se habrá hecho su composición de lugar con respecto a las tres hipótesis de trabajo que estamos analizando. Y también que no habrá dudado en poner un claro suspenso a cada una de ellas. Pero si es así, lo lógico también es que a continuación se haga la siguiente consideración: De acuerdo, estos tres supuestos sobre las circunstancias en que se desarrolló la extraña muerte de Alfonso de Borbón no son de recibo… Pero entonces, ¿qué nueva hipótesis sería la más plausible, la que más posibilidades tendría de ser cierta, la que después de un análisis serio y desapasionado podría considerarse como más aceptable? Pues, amigo mío, empecemos por la que el propio conde Barcelona planteó con desgarro escasos segundos después de la tragedia, cuando le espetó a la cara a su hijo Juan Carlos: «Júrame que no lo has hecho a propósito.» O sea, hablando en plata, la hipótesis de que el cadete Juanito descerrajara un tiro en la cabeza a su hermano menor «a propósito».

Algún lector quizá pueda empezar a rasgarse las vestiduras llegados a este punto, pero yo le pediría un poco de paciencia. Si un padre, ante un hecho de tanta gravedad como el que estamos considerando, en un apresurado análisis de la situación en el que su subconsciente toma evidentemente la delantera, cree posible que su hijo mayor haya matado «a propósito» a su hermano disparándole un tiro en la cabeza, no cabe duda de que existe, ya de entrada, una razón de peso para que ciertas personas. Son las de fuera del círculo familiar del presunto homicida y que además tenemos, como profesión, analizar desde la más completa independencia los hechos históricos, y así podemos arrogarnos la potestad de estudiar y considerar tamaña hipótesis de trabajo, por dura y escandalosa que ésta pueda parecer a multitud de ciudadanos españoles de buena fe. Teniendo en cuenta, además, que los que tenían que haber tomado sobre sus espaldas desde el primer momento ese trabajo (la policía y los jueces portugueses) no lo hicieron en absoluto a pesar de que abundantes indicios racionales apuntaban a una clara responsabilidad penal del infante Juan Carlos. Por lo menos, por negligencia e imprudencia temeraria con resultado de muerte. Pero quizá también, si su padre no desechó en principio esa posibilidad, por qué tenían que hacerlo los jueces y policías portugueses por homicidio e incluso asesinato. ¿Por qué no se investigó esta hipótesis? ¿Por qué no se le hizo la autopsia al cadáver de Alfonso? ¿Por qué don Juan tiró la pistola al mar? ¿Por qué tanto secreto y tanta oscuridad al cabo de tantos años...? ¿Quiso Franco, en connivencia con las autoridades portuguesas, preservar la imagen y la propia vida de la persona que tenía en cartera como heredero y futuro rey de España?

Bueno, pues como acabo de señalar que existían (y existen) abundantes indicios racionales que apuntaban (y apuntan) a una clara responsabilidad penal del infante Juan Carlos en la muerte de su hermano menor Alfonso, voy a continuación, para cerrar ya este análisis personal de los hechos, a resumir los
más importantes:

1.º El cadete Juan Carlos de Borbón conocía, en marzo de 1956, el manejo y uso en instrucción y combate de todas las armas portátiles del Ejército de Tierra español.

2.º Había realizado ejercicios de fuego real con todas ellas con arreglo a la cartilla de tiro correspondiente a un caballero cadete de primer curso de la Academia General Militar.

3.º Conocía, pues, muy bien el manejo de las pistolas de 9 mm largo reglamentarias en las Fuerzas Armadas españolas.100

4.º Con mayor motivo debía conocer el uso y manejo de la pequeña pistola de 6,35 mm (o de calibre 22) de la que era propietario y con la que había efectuado (la última vez, el día anterior al triste suceso) numerosos disparos.

5.º Conocía, asimismo, los protocolos de actuación que marcan los reglamentos militares para el uso, limpieza, desarmado, armado, equilibrado, preparación para el disparo…, etc., etc., de cualquier arma portátil y en particulartodas las precauciones que debe tomar un profesional de las armas antes de efectuar un disparo de instrucción o combate.

6.º Resulta inconcebible que todo un caballero cadete de la AGM (una de las mejores academias militares del mundo en su momento) con seis meses de instrucción militar intensiva y con numerosos ejercicios de tiro de instrucción realizados, no tomara las elementales medidas de seguridad (activación de los seguros de la pistola y comprobación de la existencia o no de cartucho en la recámara) antes de proceder a manipular su pistola en presencia de su hermano pequeño.

7.º ¿Qui prodest? ¿A quién pudo beneficiar la muerte del infante don Alfonso? Ni la policía judicial portuguesa ni la española (civil o militar) investigaron nada en relación con la extraña muerte del infante Alfonso de Borbón a pesar de que D. Jaime, jefe de la Casa de Borbón, pidió una encuesta judicial sobre la muerte de su sobrino. Pero por otra parte, del mero análisis político y familiar del entorno de los Borbones se desprende que la desaparición física del hijo menor del conde de Barcelona benefició y mucho, las expectativas de su hermano Juan Carlos de cara a ocupar en su día el trono vacío de España.

De no haber muerto Alfonso, esas expectativas habrían caído en picado pues, según bastantes prohombres del entorno de don Juan, éste barajaba ya (en la época en la que sucedió la inesperada desaparición de su hijo) la posibilidad de nombrar al Senequita su descendiente preferido, heredero de los derechos dinásticos de la familia en detrimento de los del hijo mayor. Además, de vivir Alfonso, su sola presencia física hubiera constituido en sí misma una baza muy importante en manos del conde de Barcelona en su tenaz lucha con el dictador para conseguir que el futuro rey de España fuera él y no su hijo Juan Carlos. Existía también la posibilidad de que, tras el enfrentamiento entre éste y su padre por la asunción sin condiciones por parte del primero de las tesis franquistas, don Juan hubiera presionado a Franco a favor de su hijo Alfonso como futuro heredero de la Jefatura del Estado español a título de rey.

8.º ¿Sólo la casualidad puede explicar el insólito hecho de que el pequeño proyectil de 6,35 mm (o calibre 22), que en el caso de impacto directo en la bóveda craneal de don Alfonso hubiera tenido muy pocas posibilidades de traspasarla dada su pequeña entidad y la escasa fuerza propulsora inicial, buscase el único camino expedito (las fosas nasales) para alcanzar el cerebro sin problemas y causar la muerte? Resulta increíble, por las prácticamente nulas posibilidades de que una cosa así pueda ocurrir en un disparo accidental, que la bala asesina penetrara de abajo a arriba por la nariz del infante (hecho éste generalmente admitido por los poquísimos biógrafos y escritores que se han permitido analizar el tema) en base exclusivamente al azar o la mala suerte. La previsible trayectoria del disparo, para que esto pudiera ocurrir, resulta tan forzada y difícil que es manifiestamente improbable que el proyectil saliese de la boca del arma siguiendo esa anómala línea de tiro, sin influencia alguna del tirador.

La continuidad de la monarquía franquista, Franco, Juan Carlos y Felipe
9.º Juan Carlos de Borbón (repitámoslo una vez más) no era en marzo de 1956 ningún niño, como la domesticada prensa del franquismo dejó caer, una y otra vez, en los meses siguientes al sospechoso «accidente», sino todo un caballero cadete de la AGM. Era, pues, un hombre que se afeitaba todos los días, un militar profesional a todos los efectos que había jurado bandera en diciembre del año anterior y que realizaba los estudios y prácticas necesarias para acceder, en su día, a la categoría de teniente del Ejército español. ¿Por qué entonces, ante la extraña muerte de su hermano Alfonso (en unas circunstancias que le involucraban directamente, ya que aquélla se había producido por un disparo efectuado con un arma de su propiedad y estando a solas con él), no se produjo de inmediato la apertura del reglamentario expediente investigador militar, al margen del que pudieran incoar la policía y la justicia lusas, al objeto de depurar sus presuntas responsabilidades penales? Conviene resaltar que en el caso de un miembro de las Fuerzas Armadas que mata a un civil con su arma, éstas están sujetas a fuertes agravantes, si se demuestra que no adoptó las correspondientes medidas de seguridad en el manejo de las armas de fuego que contemplan los reglamentos militares y que, obviamente, deben conocer a la perfección todos aquellos que visten un uniforme militar.

En este caso del cadete Juan Carlos de Borbón no se abrió investigaciónmilitar alguna, ni tras conocerse (por los medios de comunicación extranjeros) las extrañas circunstancias en que se había desarrollado la trágica muerte del infante Alfonso, así como las presuntas y claras responsabilidades del primogénito del conde Barcelona. Nadie ordenó la incoación del oportuno procedimiento judicial castrense contra su persona.

Juanito permanecería en la Academia General Militar de Zaragoza hasta el verano de 1957, en el que con el título de caballero alférez cadete del Ejército de Tierra y tras dos años de estancia en tan riguroso centro de enseñanza militar, se iría de vacaciones, como todo hijo de vecino, primero con su novia oficial de entonces, María Gabriela de Saboya, y, después, con su amiguita del alma y del cuerpo, la condesa Olghina de Robilant. Su segundo, y último, año en la Academia zaragozana sería especialmente movido en el terreno personal, al decir de sus compañeros de centro, pues «su alteza» (como le llamaban todos por imperativo jerárquico, a excepción del clan borbónico, que le rodeaba como una piña), no se sabe si para olvidar el trágico «accidente» de Estoril o, precisamente, por no poder olvidarlo, se dedicó todo ese segundo curso académico a vivir su vida, a disfrutar todo lo posible de los placeres mundanos. Tomó la Academia militar en la que residía como base de partida para sus correrías festivas de fines de semana y fiestas de guardar; o sea, a la práctica abusiva y sin control del famoso «sábado, sabadete» cadeteril.

En septiembre de 1957, el ya alférez Juan Carlos de Borbón se incorporaría a la Escuela Naval de Marín para realizar un curso con los cadetes de tercer curso de ese centro castrense. Parece ser que, después del tórrido verano con cruceros y fiestas de todo tipo, acudió ya más calmado en sus ímpetus juveniles a la llamada del deber pues sus compañeros de aquella época no recuerdan expresamente que el infante (metido ahora a marino de guerra por deseo expreso del inefable caudillo ferrolano) hiciera una vida fuera de lo normal para ya todo un alférez de tercer curso. Los fines de semana permanecía indefectiblemente, eso sí, en paradero desconocido y durante las jornadas lectivas tampoco es que se dejara ver mucho por aulas y gabinetes de estudio; aunque eso sí, nunca se ausentó de un acto oficial o formación académica que tuviera resonancia en los medios de comunicación, para salir en las fotos de rigor luciendo unforme blanco.

Así no podía faltar, y no faltó, al famoso crucero alrededor del mundo que en enero de 1958 emprendieron los componentes de su curso a bordo del airoso velero Juan Sebastián Elcano, y que lo tendría embarcado (y tranquilo) por espacio de casi cinco meses. Con esta excursión marítima global (que quizá fue el inicio de su pasión desmedida por el deporte de la vela) terminaría prácticamente su compromiso con la Escuela Naval, una estancia demasiado corta, protocolaria y deportiva que no parece ser le aportara muchos conocimientos navales ni mucha afición por la «mar océana» como la que siempre evidenciaron tanto su padre (elevado después de su fallecimiento a la categoría de almirante de la Armada Española por deseo de su augusto hijo, ya rey de España) como su malogrado hermano, el inteligente Senequita.

Por último, y para acabar con su periplo por las diferentes academias castrenses y convertirse así en un singular militar interdisciplinario de provecho, como quería su protector Franco, Juan Carlos de Borbón aterrizaría (nunca mejor dicho) en la Academia General del Aire de San Javier, en septiembre de 1958. Su objetivo era permanecer allí todo el curso académico 1958-59, hacerse con el título de piloto del Ejército del Aire español y regresar después a Zaragoza para efectuar un último período académico de conjunto y recibir al fin el despacho de teniente.

Pero en la Academia de San Javier tampoco es que se desviviera por aprender mucho y portarse como un cadete más el bueno del alférez Juanito. Según algunos compañeros de entonces, generales en la reserva en la actualidad, llevaba una vida de invitado de lujo. Apenas hacía nada por sí mismo y las órdenes procedentes «de arriba» (que exigieron, en principio, su graduación como piloto de guerra con todos los conocimientos y prácticas que hicieran falta), enseguida tuvieron que ser matizadas y sustituidas por otras mucho más pragmáticas que aceptaban ya el carácter simplemente honorífico y testimonial de las enseñanzas que el susodicho Borbón iba a recibir. Uno de estos compañeros del flamante infante real llegó a manifestar a este investigador:

Era muy malo con los mandos, lo que se dice «un negao», muy descoordinado y sin visión alguna para el vuelo. Además, no digería adecuadamente las pocas lecciones teóricas a las que acudía. Sólo se le podía dejar unos segundos a los mandos de la avioneta de instrucción. En los meses que estuvo en San Javier apenas progresó nada, limitándose a volar con los mejores instructores en plan pasajero VIP.

Resulta pues totalmente ridículo que por parte del aparato de propaganda del Régimen franquista entonces (y después, por las autoridades políticas de la transición) se pretendiera hacer llegar a la opinión pública española la falsa idea de que el príncipe Juan Carlos pilotaba personalmente los aviones en los que viajaba al extranjero o acudía, en España, a actos protocolarios o turísticos. La grotesca farsa se ha ido ampliando incluso a sus posibilidades como piloto de helicópteros de todo tipo, de guerra incluidos por supuesto, de cuya correcta conducción nunca ha tenido Juan Carlos de Borbón ni pajolera idea. Eso sí, siempre le ha gustado ocupar el asiento de copiloto de cualquier aeronave que transportara sus reales huesos y hacer el viaje «gozando» de las vistas desde la cabina. Con ello se ha dado pábulo a que los sumisos periodistas de cámara que siempre le acompañan, continúen, todavía a día de hoy, propalando a los cuatro vientos las increíbles dotes aeronáuticas del nuevo rey que tuvo a bien regalarnos Franco antes de irse a los infiernos para siempre.

Por cierto, el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero llevó mucho tiempo (y nos parece perfecto a muchos) enfrascado en la noble tarea de retirar de las vías públicas españolas todos los símbolos que recuerden al fenecido franquismo (estatuas ecuestres del autócrata, placas conmemorativas, dedicatorias de calles...). Sin embargo (y esto nos parece fatal a muchos), nunca dijo nada del primero y más emblemático de todos esos símbolos franquistas: el rey Juan Carlos, heredero del sanguinario militar y que no tuvo reparo moral alguno en jurar los inamovibles Principios Fundamentales de su régimen, comprometiéndose a asumirlos y defenderlos; aunque luego, gracias a un sorprendente ataque de democracia sobrevenida (y a pequeños intereses de su corona) propulsara una sacrosanta transición de conveniencia hacia un régimen de libertades en el que él, blandiendo ante los políticos el espantajo del Ejército franquista y con toda la información de los aparatos de Inteligencia del Estado y de las FAS a su servicio, pudiera mangonear el país casi tanto como su amado caudillo del alma. La mayoría de los españoles estamos de acuerdo: ¡Fuera símbolos de la más sanguinaria dictadura que haya sufrido nunca este bendito país! Pero todos fuera. Absolutamente todos.

El príncipe Juan Carlos recibió su despacho de teniente del Ejército español el 12 de diciembre de 1959. El 23 de julio de 1969, diez años después, sería nombrado sucesor del jefe del Estado, a título de rey, y ascendido por decisión testicular del dictador a general. El «espadón» gallego tendría así lo que quería: Un militar, un general amamantado a sus pechos que pudiera recoger el testigo de su deleznable dictadura castrense. Y así sucedería en realidad, pues su régimen no pereció para siempre como muchos ingenuos aún creen con la promulgación de la Constitución del 78.

Hablamos de una Carta Magna pactada, consensuada, corregida y autorizada por el Ejército franquista y por las fuerzas más poderosas del antiguo sistema que montarían el «teatrillo del cambio» para que nada cambiara en realidad en este país. Sí, los españoles podemos votar cada cuatro años unas listas electorales cerradas y bloqueadas, confeccionadas por los aparatos de unos partidos que comen del pesebre del poder, del mismo poder de siempre... Pero de auténtica libertad, verdadera democracia, real soberanía del pueblo..., muy poco todavía, casi nada. Habrá que esperar un poco más para que el «soberano» pueblo español pueda ser eso, soberano (sin comillas) y recobrar todos sus derechos perdidos. Tengamos paciencia. Estamos en el buen camino.

Ahora sigamos, en otro capítulo, con la vida y milagros del, de momento, inefable teniente Juanito"

2 comentarios:

Piedra dijo...

Debe ser lo único bueno que ha hecho este parásito, asesinar al otro parásito. Que pena que no lo ahorcaran por ello.

Saludos.

Rafael Domínguez Losada dijo...

Poco tengo que comentar, excepto mi escepticismo de que pueblo alguno ("eso" dado en llamar pueblo), pueda jamás llegar a ser soberano en el sentido político del término. Cualquier logro seguirá siendo siempre revertido por nuestros esclavistas y más bien pronto que tarde. Nada que hacer. No me lo creo. Tristemente, no me lo creo; soy radicalmente escéptico.
Y nadie me ha vuelto escéptico a base de cuentos, excepto la razón histórica: ¡Casi na', pues!

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...