En su infancia, Drabkina acompañaba a su madre en viajes a Helsinki para comprar armas para los bolcheviques. Cuando tenía cinco años la represión que siguió a la Revolución de 1905 obligó a su padres a pasar a la clandestinidad. Ella no volveria a verlos hasta la Revolucion de Octubre, 1917. En su adolescencia se incorporó al Partido Bolchevique, fue voluntaria de los Guardias Rojos y participó en la toma del Palacio de Invierno. A los 17 años de edad pasó a servir de secretaria a Yakov Sverdlov en el Instituto de Smolny. En los años siguientes se casó con el también bolchevique, Aleksandr Solomonovich Iosilevich, de quién luego se divorciaría. Sus obras, algunas publicadas postumamente, enfocan en los eventos y las figuras que definieron su vida, principalmente su experiencia revolucionaria, los revolucionarios con los que compartió militancia y la Revolución de Octubre hasta aquel 26 de octubre, 7 de noviembre de 1917, en el que Lenin, en Smolny, diría aquello de "Camaradas: la revolución obrera y campesina, cuya necesidad han proclamado siempre los bolcheviques, ha triunfado...".
Elisaveta Yakovlevna Drabkina |
Compartimos a continuación el capítulo titulado "Vientos de octubre", los acontecimientos en torno al Palacio de Smolny, cuartel general bolchevique, en la noche del triunfo revolucionario, cuando se decidía "el destino de la humanidad":
VIENTOS DE OCTUBRE
¡Oh, circo Modern! ¿Acaso puede olvidarte quien el verano y el otoño del año diecisiete se hallara siquiera una vez en el recinto de tus sucias y desconchadas paredes?
No fue casualidad que alguien (¿Mayakovski?) proclamara entonces: "¡Si quieres a la burguesía resistencia oponer, ven a prisa, camarada, al mitin del Modern!" No fue casual que una canción compuesta en aquellos días dijera: "¡La revolución no vio, quien el Modern no visitó!" Construido por un azar del destino en el centro mismo de la barriada de los ricos, este enorme circo se convirtió, ya en los primeros días de la revolución, en refugio de los elementos más combativos y decididos del proletariado y de la guarnición de Petrogrado.
¡Allí apenas si se podía respirar de tanta aglomeración! Al sentarse, presionaban de ambos lados de manera que no se podía mover un dedo; los pies descansaban sobre alguien y en la cabeza de uno se sentían los pies de otro. No se encendía la luz eléctrica (de ello se cuidó el Gobierno Provisional; pero resultaban inútiles sus intentos de frustrar de ese modo las reuniones en el Modern). Junto a la tribuna del orador arde una antorcha de brea. La llama de un púrpura oscuro vacila bajo la respiración de la muchedumbre; los reflejos del fuego recorren los rostros de la gente, que llena todos los asientos, la pista, los pasillos, los palcos, y casi cuelga de barreras y arañas.
Un orador sucede a otro: son mensajeros del Partido Bolchevique, soldados venidos del frente, marineros, obreros. El circo retumba, suspira, se alegra y se indigna como un solo hombre.
- Camaradas: ¿dejaremos que el Gobierno Provisional anude al cuello de la revolución el dogal que la estrangule? -pregunta un orador.
- ¡No! ¡No le dejaremos! -responde el circo.
- ¿Permitiremos que continúe la maldita matanza?
- ¡No lo permitiremos! ¡Abajo! ¡Que el propio Kerenski alimente a los piojos en las trincheras, nosotros estarnos ya hartos!
- Camaradas: ¿dejaremos la tierra a los terratenientes?
- ¡No la dejaremos! ¡La ocuparemos nosotros!
- ¿A quién debe pertenecer el poder, camaradas?
- ¡A los, Soviets! ¡Todo el poder a los Soviets!
¡Y llegó Octubre, el gran Octubre del año diecisiete! Los acontecimientos se desarrollaban con un ímpetu creciente. Se presentía un próximo desenlace.
Poco antes, esto no se percibía. Pero ahora, a partir de últimos de septiembre y comienzos de octubre, lo advertían todos, los amigos y los enemigos de la revolución.
"¡La revolución se aproxima! -escribía en aquellos días la prensa burguesa y la de los mencheviques y socialrevolucionarios-. ¡El barómetro anuncia tormenta, no es casual que haya aparecido en el horizonte la sombra de Lenin!"
¿La sombra de Lenin? Se equivocan, señores... ¡No! ¡No es una sombra! ¡Es el propio Lenin, pleno de indomeñable energía y de apasionado anhelo de lucha! Menospreciando el peligro que corría su vida, disfrazado de fogonero, llegó a Petrogrado en una locomotora y se alojó en el barrio de Víborg, en el apartamento de Margarita Vasílievna Fofánova, a fin de dirigir personalmente los preparativos de la insurrección.
¡No, no es una sombra! Es Lenin en persona quien interviene en las sesiones del Comité Central del Partido; desenmascara a los rompehuelgas de la revolución; recuerda la doctrina de Marx acerca de la insurrección como un arte; demuestra que la crisis ha madurado, que todo el futuro de la revolución rusa e internacional se juega a una carta; exige del Partido que se ocupe de un modo dinámico y práctico del aspecto técnico de la insurrección, para mantener en sus manos la iniciativa y, en fecha muy próxima, proceder a las acciones decisivas.
Es Lenin quien, desde la profunda ilegalidad, dirige el trabajo del Partido... Es su voz la que toca a rebato desde las páginas de los periódicos bolcheviques y halla ferviente eco en los corazones de los obreros, de los marinos, de los soldados y de los campesinos.
El regreso de Vladímir Ilich a Petrogrado era conocido tan sólo por un reducido círculo de camaradas. Pero nosotros, los miembros de filas del Partido, aún sin conocer su venida, intuíamos su presencia cercana. Con la energía, la rapidez y la precisión cual si se hubiera puesto en marcha una potente turbina, se pusieron en movimiento todos los resortes del mecanismo del Partido. Y cada uno de sus engranajes, cada tornillo ponía en tensión todas las fuerzas, a fin de alcanzar el objetivo señalado por el Partido.
Te levantas por la mañana, te lavas de cualquier manera, bebes rápidamente un vaso de té, y te pones en marcha. Durante el día hay que hacer un montón de cosas: primero ir al barrio de Víborg; desde allí a Furshtádtskaia 19, al secretariado del Comité Central del Partido; desde allí al Smolny, luego al regimiento de Moscú, a ejercitarse en el campo de tiro puesto a disposición del Estado Mayor de la Guardia Roja; de allí a una reunión de la Unión de la Juventud Obrera en sucias salas de té que ostentan el pomposo título de "Jardín de invierno" o el de Valle del silencio; luego, a un mitin en e! Regimiento de ametralladoras o en la fábrica Novi Léssner y a una decena de lugares más.
La labor se realizaba con rapidez. Todas las cuestiones se sometían a apasionada discusión, y allí mismo se tomaba acuerdo acerca de ellas. Si había que hacer alguna cosa, alguien ponía manos a la obra y él mismo encontraba sus colaboradores. Y la mayoría de los asuntos se realizaba conjuntamente: que hacía falta apuntarse en la Guardia Roja, todos se inscribían en ella; que era necesario reunir armas, todos las reunían.
¿Se hacía entonces pronóstico del tiempo? Si se hacía, el correspondiente a octubre del año diecisiete sería: "Nubarrones bajos y continuos con intermitencias de lluvia y nieve húmeda. Viento a ráfagas entre moderado y fuerte. Temperatura durante la noche -5, -7, de día, alrededor de los 0 grados".
¡No, no es una sombra! Es Lenin en persona quien interviene en las sesiones del Comité Central del Partido; desenmascara a los rompehuelgas de la revolución; recuerda la doctrina de Marx acerca de la insurrección como un arte; demuestra que la crisis ha madurado, que todo el futuro de la revolución rusa e internacional se juega a una carta; exige del Partido que se ocupe de un modo dinámico y práctico del aspecto técnico de la insurrección, para mantener en sus manos la iniciativa y, en fecha muy próxima, proceder a las acciones decisivas.
Es Lenin quien, desde la profunda ilegalidad, dirige el trabajo del Partido... Es su voz la que toca a rebato desde las páginas de los periódicos bolcheviques y halla ferviente eco en los corazones de los obreros, de los marinos, de los soldados y de los campesinos.
El regreso de Vladímir Ilich a Petrogrado era conocido tan sólo por un reducido círculo de camaradas. Pero nosotros, los miembros de filas del Partido, aún sin conocer su venida, intuíamos su presencia cercana. Con la energía, la rapidez y la precisión cual si se hubiera puesto en marcha una potente turbina, se pusieron en movimiento todos los resortes del mecanismo del Partido. Y cada uno de sus engranajes, cada tornillo ponía en tensión todas las fuerzas, a fin de alcanzar el objetivo señalado por el Partido.
Te levantas por la mañana, te lavas de cualquier manera, bebes rápidamente un vaso de té, y te pones en marcha. Durante el día hay que hacer un montón de cosas: primero ir al barrio de Víborg; desde allí a Furshtádtskaia 19, al secretariado del Comité Central del Partido; desde allí al Smolny, luego al regimiento de Moscú, a ejercitarse en el campo de tiro puesto a disposición del Estado Mayor de la Guardia Roja; de allí a una reunión de la Unión de la Juventud Obrera en sucias salas de té que ostentan el pomposo título de "Jardín de invierno" o el de Valle del silencio; luego, a un mitin en e! Regimiento de ametralladoras o en la fábrica Novi Léssner y a una decena de lugares más.
La labor se realizaba con rapidez. Todas las cuestiones se sometían a apasionada discusión, y allí mismo se tomaba acuerdo acerca de ellas. Si había que hacer alguna cosa, alguien ponía manos a la obra y él mismo encontraba sus colaboradores. Y la mayoría de los asuntos se realizaba conjuntamente: que hacía falta apuntarse en la Guardia Roja, todos se inscribían en ella; que era necesario reunir armas, todos las reunían.
¿Se hacía entonces pronóstico del tiempo? Si se hacía, el correspondiente a octubre del año diecisiete sería: "Nubarrones bajos y continuos con intermitencias de lluvia y nieve húmeda. Viento a ráfagas entre moderado y fuerte. Temperatura durante la noche -5, -7, de día, alrededor de los 0 grados".
Pero si se pregunta el tiempo que hacía aquellos días a cualquiera de los que participaron en la Revolución de Octubre, reflexionará, se encogerá de hombros, se sonreirá al recordar, abrirá los brazos y dirá: "¡Estupendo! ¡Verdaderamente formidable! El aire fresco, vivificador... Copos de nieve lozana... Esa neblina agradable de Petrogrado, mezclada con el humo de las hogueras... Y a todo esto se agregaba el viento. Un viento magnífico, alegre, a ráfagas. Precisamente el viento que debía soplar los días en que de la Tierra se barría la suciedad del viejo mundo".
¿Hacía frío? Naturalmente... Al correr por la calle castañeteaban los dientes. No tenía importancia, pues estábamos acostumbrados. En cambio, a los burgueses se les helaban los huesos. iQue sepan, los canallas, lo que son penalidades!
¡Armas, armamento, más armas!... Ayer conseguimos siete fusiles, tres revólveres, una pistola browning sin cartuchos... Más allá de la puerta de Narva, los muchachos se hicieron con dos ametralladoras... Dicen que los cartuchos se pueden conseguir en Nóvaia Derevnia... Y que entregan vendajes en el barrio de Petrogrado... Por todas partes se adiestra a prisa y corriendo a los guardias rojos y a los enfermeros. El instructor, un soldadillo sin bigotes, explica: "Lo más importante es no tener miedo... Deslízate adelante y tira con fusil". Un estudiante de medicina explica como si fuera un trabalenguas: "Sobre la herida se pone gasa, sobre la gasa el algodón, sobre el algodón la venda..." Al instante todos se ponen a vendarse unos a otros. El cursillo es de dos horas.
Noches oscuras, calles en tinieblas... ¡Cómo ha cambiado Petrogrado en los dos meses últimos! Han desaparecido los lacitos rojos que adornaban la solapa de seda del frac y el sucio capote del soldado. De los rostros se ha borrado la expresión de tierno arrobamiento. En la Nievski no se celebran "mítines de perros". Las barriadas burguesas están hundidas en el silencio. Los palacios de los millonarios y de las embajadas extranjeras parecen haber quedado sin vida: las puertas principales tienen echados grandes cerrojos, en las encristaladas ventanas están corridos los tupidos cortinajes.
Lenin y Stalin hablando a los guardias rojos en Smolny. |
"¡La demora equivale a la muerte!" Estas palabras resonaban aquellos días por todo el Petrogrado obrero.
¿Cómo, de dónde habían partido estas palabras?
Fue Vladirnir Ilich quien proclamó, en la Carta a los camaradas bolcheviques que participan en el Congreso Regional de los Soviets de la región del Norte, que había llegado la hora de actuar, que "la demora equivale a la muerte".
La mañana del 24 de octubre me encontraba en el barrio de Víborg.
Al comienzo iba de un lado a otro para asuntos de la Unión de la Juventud Obrera, luego estuve en el comité regional del Partido. Se hallaba repleto de gente, que iba y venía constantemente con fusiles. Me pusieron a copiar disposiciones sobre entrega de armas, mandatos y algunos otros papeles.
Todo hervía alrededor, como en una caldera. El tiempo corría con increíble rapidez. Era ya más de la media noche cuando oí la voz de Zhenia Egórova:
- Lleve con usted a la muchacha. Pasará más inadvertida.
Me volví y vi en medio de la habitación a Nadiezhda Konstantínovna. Iba a algún lugar y me ordenaron ir con ella. Si nos detenían debíamos decir que se había puesto enferma la abuela y que íbamos en busca de un médico.
Cuando salimos, la noche era profundamente oscura. Del otro lado del Neva llegaba el sordo eco de los disparos. Me pareció que habíamos andado mucho tiempo, hasta llegar a una casa alta al final de la gran avenida Sarnpsónievskaia. Nadiezhda Konstantínovna me ordenó que la aguardara. No tardó en volver, muy alterada.
Sólo mucho después supe que allí vivía Margarita Vasílievna Fofánova, donde pasó su última clandestinidad Vladímir Ilich. Aquella tarde había enviado a Margarita Vasílievna con una carta para los miembros del Comité Central del Partido, la famosa carta que empieza con las palabras: "Escribo estas líneas la tarde del 24, la situación es crítica en extremo. Es claro como la luz del día que hoy todo lo que sea aplazar la insurrección significará verdaderamente la muerte".
Vladímir Ilich marchó al Smolny sin esperar el regreso de Fofánova. Y Nadiezhda Konstantínovna sólo ahora se enteró de que Vladímir Ilich no estaba allí, que se había marchado.
Y de nuevo recorrimos aquellas calles oscuras como boca de lobo. Nadiezhda Konstantínovna se contenía, tratando de no dejar traslucir su zozobra. Pero cuando llegamos al comité del distrito, los camaradas comprendieron, por la expresión de su rostro, que había sucedido algo insólito y se acercaron presurosos a ella. Entonces dijo tan sólo: "Al Smolny, vamos rápidamente al Smolny..." Zhenia Egórova la tomó del brazo y salieron rápidamente en un camión.
No había comenzado todavía a amanecer, pero las tinieblas se esfumaban ya. En la oscuridad se iban perfilando lentamente los contornos de las casas. Cuando salimos al Neva, al este resplandecía una aurora gris, se vislumbraban los escalones de granito, las barcazas agobiadas por la carga de leña, el brillo plomizo de las aguas.
A la salida del puente Liteini, por el lado del barrio de Víborg, estaban en sus puestos los guardias rojos del destacamento de la Fábrica de Cartuchos. Con su aguda perspicacia obrera quitaron del mecanismo del puente chavetas y manivelas. Así se evitó que el Gobierno Provisional, que había inutilizado casi todos los puentes con el fin de cortar a los obreros de la periferia el acceso al centro de la ciudad, pudiese hacer lo propio con el puente Liteini.
Elizaveta Drabkina |
Llegamos al Smolny a eso de las diez de la mañana del 25 de octubre. Las puertas enrejadas estaban abiertas y enfrente hacía guardia un carro blindado. Alrededor del edificio había leña apilada; en caso de lucha armada serviría para protegerse. Abajo, cerca de la columnata, los cañones elevaban sus bocas y, junto a ellos, las ametralladoras. Los largos y resonantes pasillos estaban atestados de guardias rojos, soldados y marinos. Se oía el rechinar de las armas, el golpe de las culatas de los fusiles, voces de mando, exclamaciones. Alrededor todo se movía, hacía ruido, gritaba, exigía, actuaba. El "caos", hubiera dicho un observador ajeno al asunto. No, no era un caos, pues cada partícula, como las moléculas de hierro caídas en el campo magnético de un imán, dirigía sus esfuerzos de acuerdo con la voluntad de victoria de la clase obrera que lo dominaba todo.
La vida parecía haberse convertido en un torbellino. Los acontecimientos fueron sucediéndose. Pero en aquel torrente hubo instantes que quedaron grabados para siempre en la memoria de quienes los vivieron: aquéllos en que en la sala de sesiones del Soviet de Petrogrado apareció Vladímir Ilich Lenin, subió rápidamente a la tribuna y todos saltaron de sus asientos gritando llenos de entusiasmo; y luego, cuando con un ademán de la mano detuvo la tempestad de aplausos, y la gente, con la respiración en suspenso, escuchó a Vladímir Ilich: "Camaradas: la revolución obrera y campesina, cuya necesidad han proclamado siempre los bolcheviques, ha triunfado.. "; y cuando Vladímir Ilich concluyó, de nuevo gritaron y entonaron llenos de entusiasmo La Internacional, y Vladímir Ilich cantó al compás de todos. A su lado se hallaba un soldado con la cabeza vendada, y los rostros de ambos y los de cuantos estaban alrededor, aparecían infinitamente dichosos e inspirados.
Alli, en el Smolny…
Veintiséis de octubre, después de las seis de la mañana. Cuando salí del Smolny estaba todavía oscuro, apenas si había comenzado a clarear el cielo. Las ventanas del Smolny vertían su luz.
A veces, muy cerca, otras, a lo lejos, se oían disparos desordenados. Hundiéndose en los baches pasaban rápidos los camiones, repletos de guardias rojos armados. Chirriaban las motocicletas; los ciclistas distribuían órdenes urgentes del Comité militar revolucionario.
A pesar de lo intempestivo de la hora, las calles estaban animadas. No se veía un burgués. Iban y venían soldados, marinos, obreros. A las puertas de las panaderías las mujeres hacían cola.
En la calle Tavrícheskaia, cerca de la entrada de una casa suntuosa, se había reunido un pequeño grupo de gente. Me acerqué y vi a un marino picado de viruelas que llevaba una cinta de ametralladora cruzada al pecho. Apoyando el fusil contra la pared, sostenía en brazos a un niño de pecho envuelto en trapos.
Alguna desdichada madre no vio, en aquella gran noche, otra cosa que su pena, su desconsuelo. Abandonó a la criatura en el quicio de una puerta. La patrulla de guardias rojos que pasó por delante la recogió.
La gente gritaba: "A una casa de niños. ", "Al orfanato...", "A la comisaría, allí al volver de la esquina…"
El marino no escuchaba. Meditaba profundamente. Por la cara picada de viruelas le rodaban gruesas gotas de sudor.
El crío empezó a gruñir.
- No te aflijas, pequeñín -dijo el marino-. La vida ahora nos pertenece.
Y, dirigiéndose a la gente, agregó:
- Lo llevaré al Smolny. Allí decidirán... Allí todo lo resolverán.
Tenía razón aquel marino. En aquellas horas, allí, en el Smolny, se decidía todo: el destino de la humanidad y la suerte de este pequeño envoltorio.
Leer completo Pan negro y duro, de Elizaveta Drabkina
No hay comentarios:
Publicar un comentario