"Cuándo?- se preguntaron, y comprendieron que esto dependía
de su voluntad, porque ellos pueden aproximar la fecha
de su libertad, como alejar su llegada".
Recientemente se ha cumplido el 79 aniversario de la muerte del escritor comunista y soviético Maximo Gorki.
El intelectual y revolucionario ruso fue obligado a exiliarse de Rusia tras su participación en la Revolución de 1905, y volvería a su pais para participar en los acontecimientos que llevarían a la liberación de la clase trabajadora y campesina rusas del yugo de la opresión de la clase capitalista y a la creación del primer estado socialista de la historia, la URSS.
Que
mejor que uno de sus cuentos más representativos, tanto de su
pensamiento como de la realidad contra la que él lucho y contribuyó a
transformar, para recordar su memoria.
"¡COMPAÑERO!", DE MÁXIMO GORKI
"¡COMPAÑERO!", DE MÁXIMO GORKI
En
medio del triste y vano afanarse entre dolores y desventuras, en la
confusa convulsión de la avidez de la necesidad insatisfecha, en el
fango del bajo egoísmo, por los subterráneos de las casas, donde vivía
aquella miseria que había creado la riqueza de la ciudad, giraban
invisibles soñadores, solitarios llenos de fe en la humanidad, aislados
de todos; inquietos predicadores de rebelión, chispas sediciosas del
lejano fuego de la verdad.
Llevaban
consigo a los subterráneos, secretamente pequeñas semillas, fructíferas
siempre, de una doctrina simple, bella y elevada, austeramente, con una
brillante luz en los ojos, o dulcemente y con amor, sembraban aquella
verdad evidente y deslumbradora en los oscuros pechos de los hombres
esclavos, transformados por la fuerza de los avaros y por la voluntad de
los crueles, en instrumentos ciegos y taciturnos de lucro.
Y
esos hombres oscuros y esclavos, desconfiados aún, prestaban oído a la
música de las nuevas palabras, música agradable que su corazón invocaba
confusamente hacía ya mucho tiempo. Levantaban poco a poco la cabeza, e
iban rompiendo las cadenas de las hábiles mentiras con que les tenían
oprimidos la violencia de los potentados.
A
su vida, llena de animosidad callada y reprimida; a sus corazones,
envenenados por innumerables ofensas; a su conciencia, a aquella
existencia difícil y triste, llena de amarguras, de humillaciones, de
dolores, llegaba una palabra simple y serena: ¡Compañero!...
La
palabra no era nueva para ellos; la habían oído y pronunciado alguna
vez, pero hasta aquel momento había tenido un significado vacío, sin
calor de humanidad, como todas las palabras conocidas que se pueden
olvidar sin sentimiento.
Pero
ahora aquella palabra, clara y fuerte, tenía otro sonido, otra emoción,
otra alma; se sentía en ella algo de rudo, de deslumbrador, de
poliédrico, como un brillante. La aceptaron y comenzaron a pronunciarla
con cautela, meciéndola con dulzura en el corazón, acariciándola, como
una madre que arrulla y mece a su hijito en la cuna.
Cuanto más profundamente penetraba en el alma serena de la palabra, tanto más serena, significativa y clara les parecía.
-¡Compañero!- decían.
Sentían
que esta palabra había venido para unir a todo el mundo, para realzar a
todos los hombres a la altura de la libertad, para ligarlos con nuevos
vínculos: vínculos fuertes de estimación recíproca, de estimación y
deseo por la libertad del hombre, por su redención. Cuando esta palabra
se grabó en el corazón de los esclavos, éstos empezaron a dejar de
serlo, y un día anunciaron a la ciudad y a todas sus actividades otra
gran palabra humana:
-¡No quiero!
Entonces
la vida se detuvo, porque ellos, los esclavos son la fuerza que da
movimiento. Se detuvo la corriente de agua, el fuego se apagó, la ciudad
cayó en las tinieblas y los aparentemente fuertes se sintieron niños.
El
miedo se apoderó del alma de los violentos y se vieron en la necesidad
de cubrir su animosidad contra los rebeldes, inciertos y aterrorizados
ante su fuerza, que despertaba.
El espectro horrible del hombre se levantó ante ellos, y sus hijos lloraron.
Las
casas y los templos, rodeados por las tinieblas, se confundieron en un
caos de piedras y de hierro con alma; un silencio siniestro llenó las
calles; la vida se detuvo, porque la fuerza que la hacía desenvolverse
se había conocido a sí misma; el hombre esclavo había encontrado la
palabra adecuada, mágica, invencible, para expresar su voluntad; se
había libertado de la opresión y había reconocido su fuerza, fuerza de
creador.
Los
días eran días de angustia para los poderosos, para aquellos que se
creían dueños de la vida. Cada noche valía por mil, tan espesas eran las
tinieblas, tan mezquinamente brillaban las luces, en la ciudad muerta.
Esta
ciudad, creada por los siglos, inmenso monstruo que bebía la sangre de
los hombres, se presentó entonces ante ellos su monstruosa nulidad, como
un mísero amasijo de piedras y de madera. Las ventanas de las casas,
frías y tristes, permanecían cerradas, y por las calles caminaban
atrevidamente los verdaderos dueños de la vida. También ellos tenían
hambre, y más que los otros, pero estaban acostumbrados a ella, y los
sufrimientos del cuerpo no eran para ellos tan agudos como para los
potentados ni apagaban el fuego de su alma. Ardía en ellos la conciencia
de su propia fuerza y el presentimiento de la victoria brillaba en sus
ojos.
Caminaban
por las calles de la ciudad aquella presión melancólica y angosta donde
habían vivido despreciados, donde habían sido ultrajados y veían la
inmensa importancia de su trabajo, lo cual les hacía concebir el sagrado
derecho que tenían de ser dueños de la vida, de ser sus creadores.
Entonces, con energía nueva, con refulgente claridad, se les presentó la
palabra capaz de vivificar y unificar:
-¡Compañero!
Resonó entre las mentidas palabras del presente como un anuncio del porvenir, de una nueva vida abierta a todos igualmente.
-¿Cuándo?-
se preguntaron, y comprendieron que esto dependía de su voluntad,
porque ellos pueden aproximar la fecha de su libertad, como alejar su
llegada.
Stalin y Gorki |
La
prostituta, hasta ayer bestia medio hambrienta, que esperaba con
angustia en la oscura callejuela la llegada de alguien que se le
acercase y comprase sus forzosas caricias por una cuantas monedas,
también oyó aquella palabra, pero, sonriendo, turbada, no se decidía a
repetiría. Un hombre de los que hasta entonces no se había encontrado
jamás, se le acercó, le puso una mano sobre el hombro y le dijo con tono
fraternal:
-¡Compañera!
Y
ella sonreía tímidamente para no prorrumpir en un llanto de alegría.
Porque era la primera vez que su corazón ultrajado sentía el gozo de una
caricia tierna y plena de emoción. En sus ojos, que ayer miraban en
mundo descaradamente con la expresión estúpida de un animal hambriento,
brillaron las lágrimas de una primera felicidad pura. Este gozo, de la
comunión de los abyectos con la gran familia de los trabajadores
brillaba por doquiera en las calles de la ciudad, en tanto que, más
fríos y más siniestros, los observaban los túrbidos ojos desde las casas
cerradas.
El
mendigo, al que por alejarlo se le lanzaba una mísera moneda, precio de
la compasión de los hartos, oyó también esta palabra, y le pareció la
primera limosna capaz de suscitar algo de gratitud en su pobre corazón,
corroído por la miseria.
El
cochero, joven ridículo, a quien los señores golpeaban en la espalda
para que trasmitiese el golpe al caballo extenuado, este hombre golpeado
tantas veces, ensordecido por el ruido de las ruedas sobre el
empedrado, dijo también al transeúnte, abriendo los labios a una sonrisa
franca:
-¿A dónde te llevo, compañero?
Dijo,
aunque con miedo, tiró de los bridas pronto a escapar, y se puso a
mirar al transeúnte, no sabiendo disimular en el rostro, ancho y rojo,
la sonrisa jovial y alegre.
El transeúnte le miró con ojos benévolos y respondió, inclinando la cabeza:
-¡Gracias, compañero! Puedo ir a pie, no está lejos.
-¡Oh!
¡Madre inmaculada!.., -exclamó el cochero reanimado, giró sobre su
asiento silbando alegremente y partió riente, satisfecho.
Los
hombres caminaban en grupos por las aceras, y, entre ellos, como una
chispa, se inflamaba cada vez con más frecuencia la gran palabra
destinada a unir al mundo.
-¡Compañero!
Un
polizonte de espesos bigotes, pensativo, se acercó con aire de
importancia a la multitud que en la esquina de una calle rodeaba a un
viejo orador, y después de haber escuchado largo rato un discurso, dijo,
cohibido, lentamente:
-Están prohibidas las reuniones...separaos… señores
Y después de un momento de silencio, miró al suelo y dijo en voz baja;
Lenin y Gorki jugando al ajedrez en Capri, 1908 |
-¡Compañeros!...
En
los rostros de aquellos que llevaban esta palabra en el corazón, que la
habían dado carne y sangre y emoción, y su alto significado de llamada a
la unión, brillaba el sentimiento de orgullo de los jóvenes creadores, y
se observaba que la fuerza que ellos ponían en esta palabra no podía
ser destruida jamás.
Ya
se reunían contra ellos turbas grises y ciegas de hombres armados que
formaban silenciosas filas regulares; la enemiga de los violentos se
preparaba a rechazar las ondas de la justicia.
Y en las calles estrechas,
angostas, tortuosas de la inmensa ciudad, entre los muros fríos y
silenciosos, erigidos por la mano de creadores desconocidos, creían cada
vez más y se maduraba la gran fe de los hombres en fraternidad de todos
con todos:
-¡Compañeros!
Acá
y allá se encendía un pequeño fuego llamado a ser una llama que
abrasará la tierra con el vívido sentimiento de la fraternidad de todas
las gentes.
Abrasará
toda la tierra y quemará y reducirá a cenizas el odio y la crueldad que
nos deforma; abrazará todos los corazones y los fundirá en uno sólo: el
corazón de los hombres justos y nobles en una familia indisoluble,
libre y trabajadora.
En
las calles de la ciudad muerta, creada por esclavos; en aquellas calles
donde reinaba la crueldad, creció y se esforzó la fe en el hombre, en
su victoria sobre sí mismo y sobre los males del mundo.
Y
en el caos confuso de la vida agitada y privada de alegrías, como
estrella luminosa, como faro del porvenir, brilló la palabra simple,
sencilla, profunda, como el corazón:
-¡Compañero!
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