
Tal y como se representa en la serie de ficción, bien basada en la realidad en este caso, las banderas comunistas empezaron a convivir, sin problema de conciencia alguno, con los símbolos de los que durante cuatro décadas fueron los exterminadores, genocidas, terroristas, que convirtieron el país en una inmensa fosa común de trabajadores y en campo de concentración de los que sobrevivieron, y en sus despachos no había tapujo alguno, como todavia sigue sucediendo, de tener al heredero del sanguinario Francisco Franco colgado (y no precisamente con una soga al cuello) en la pared como representación de la pervivencia, sin solución de continunidad, del régimen fascista y de su asunción, a cambio de unos cuantos privilegios, por el partido al que pertenecieron la mayoría de sus víctimas.
Lamentablemente, no necesitamos recurrir a ninguna escena de ficción para ilustrar como el Partido Comunista dejo tirados a los trabajadores en sus anónimas cunetas, como permitió la impunidad de los asesinos fascistas que hoy siguen siendo multimillonarios y poderosos empresarios, altos cargos políticos, o miembros de las fuerzas de seguridad del estado o del sistema judicial y, por último, como acabó asumiendo las reglas de la barbarie capitalista y cruzándose de brazos ante la progresiva pérdida de derechos laborales, sociales o políticos de la clase que un día dijo representar.
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