28 de septiembre de 2021

El asesinato de Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht, contado por la bolchevique Elisabeta Yakovlevna Drabkina

El 15 de enero de 1919 la burguesía alemana acababa con la vida de Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht, en Berlín, para detener el avance del movimiento obrero y de la Revolución en Alemania. En su obra Pan duro y negro, la bolchevique Elizaveta Drabkina describe cómo fue aquel día triste para la humanidad y, especialmente, para los trabajadores del mundo, en el marco de su estancia en Alemania en contacto con el movimiento espartaquista.

Elisaveta Yakovlevna Drabkina, hija de la bolchevique Feodosia Drabkin ("Natasha") y de Iakov Drabkin, quien, con el seudónimo "Sergei Gusev", luego sería Presidente del Comité Militar Revolucionario del Soviet de Petrogrado, tuvo una vida íntimamente ligada al Partido Bolchevique y a la Revolución Rusa.
Imagini pentru rosa luxemburgo y karl liebknecht
En su infancia, Drabkina acompañaba a su madre en viajes a Helsinki para comprar armas para los bolcheviques. Cuando tenía cinco años la represión que siguió a la Revolución de 1905 obligó a su padres a pasar a la clandestinidad. Ella no volveria a verlos hasta la Revolución de Octubre, 1917. 

En su adolescencia se incorporó al Partido Bolchevique, fue voluntaria de los Guardias Rojos y participó en la toma del Palacio de Invierno. A los 17 años de edad pasó a servir de secretaria a Yakov Sverdlov en el Instituto de Smolny. En los años siguientes se casó con el también bolchevique, Aleksandr Solomonovich Iosilevich, de quién luego se divorciaría.

Sus obras, algunas publicadas póstumamente, enfocan en los eventos y las figuras que definieron su vida, principalmente su experiencia revolucionaria, los revolucionarios con los que compartió militancia y la Revolución de Octubre hasta aquel 26 de octubre, 7 de noviembre de 1917, en el que Lenin, en Smolny, diría aquello de "Camaradas: la revolución obrera y campesina, cuya necesidad han proclamado siempre los bolcheviques, ha triunfado...".

Imagini pentru spartakus rosa luxemburgoEn su obra Pan duro y negro, Elizaveta Drabkina, que representa el papel activo y protagonista de la mujer rusa en la lucha revolucionaria que dio lugar al primer estado obrero de la historia, la Rusia Soviética y, luego, la URSS, describe su vida previa a la Revolución, la militancia clandestina de sus padres y, en definitiva, la suya propia, sus experiencias junto a Lenin, o Nadejda Krupskaia, y su participación en primera persona en los acontecimientos principales del triunfo de la clase trabajadora y campesina rusa en la noche del 6-7 de noviembre de 1917 (25-26 del calendario juliano oriental), además de la posterior guerra civil contra el terror blanco y los estados imperialistas que lo apoyaron que terminaría, como continuación del espíritu revolucionario de Octubre, en la victoria del proletariado soviético y el triunfo total de la Revolución.

También conocería a Rosa Luxemburgo y a Carlos Liebknecht, estando en Berlín aquel funesto día, 15 de enero de 1919, en el que la burguesía acabara con la vida de ambos intentando destruir al movimiento obrero y revolucionario alemán.

Compartimos a continuación los capítulos en los que Feodosia Drabkin describe su estancia en Alemania y su contacto con los máximos representantes del movimiento espartaquista, además de narrar el cobarde asesinato  durante su traslado a prisión, por sicarios del gobierno del socialdemócrata Friedrich Ebert, de Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht.

Así termina Drabkin su relato:

"Detrás de los dentados tejados de Kitaigorod apuntaba el disco anaranjado de la luna. Entre las columnas de la Casa de los Sindicatos pendían, enmarcados en rojo y con crespones de luto, los retratos de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo, al pie de los cuales estaba escrito con grandes letras: El mejor desquite por la muerte de Liebknecht y Luxemburgo es la victoria del comunismo!""

Entrevistas en Berlín

Desde la estación nos encaminamos a casa de una hermana de Kurt llamada Erna. Kurt sabía que la única hija de ésta había muerto y el marido había caído en Verdún.
En las calles se agolpaba un gran gentío. Constantemente se oía un ruido extraño. Eran las suelas de madera que golpeaban las losas de las aceras. Un inválido ciego al que faltaban las dos piernas, sentado en un carrito, arrancaba a un acordeón las notas de una melancólica canción. En las paredes de las casas había pegados carteles en colores negro, blanco, rojo y verde. En letras gruesas repetían infinitamente: "¡"Spartak" nos conduce a la tumba; el orden nos dará el pan!", "¡Orden o bolchevismo!", "¡Orden o hambre!", "¡Orden o muerte!" "Abajo "Spartak"!", "¡Abajo los bolcheviques!"
La hermana de Kurt vivía en una casa grande de ladrillo, habitada por gente pobre de la ciudad. En el patio jugaban sin alegría niños macilentos y mal vestidos. Por una escalera estrecha y empinada, con barandilla de hierro, subimos al sexto piso. Nos abrió la puerta una mujer de rostro demacrado con las manos llenas de espuma de jabón. Hacía sólo tres años que no se veían los hermanos. Sin embargo, de momento, no se reconocieron.
Según habíamos convenido, Kurt previno a la hermana que debía presentarme a los vecinos como su esposa. Erna me sacó un vestido y ropa interior de su difunta hija y puso agua a calentar. Mientras Kurt y yo nos lavábamos uno después de otro, la hermana salió de compras.
Sobre la mesa apareció una pomposa tarta de bizcocho con fruta confitada, salchichón y el té servido en las tazas. Pero la tarta era de patata helada; la fruta confitada, de una viscosa pasta de almidón con sacarina; el chorizo, de guisantes y el té, una infusión de hojas de haya. Para comprar todo aquello, Erna había vendido su único anillo de oro.
Estábamos tan cansados que dormimos casi 24 horas como lirones. Al día siguiente, Kurt marchó a buscar a sus camaradas y yo me quedé en casa. Llamaban constantemente a la puerta: eran vecinas que venían a ver a la "pequeña mujer rusa". Conseguimos entendernos de alguna manera; ellas me preguntaban y yo les preguntaba a ellas. Cualquiera que fuera el tema de la conversación, ineludiblemente iba a parar a lo que más torturaba su imaginación: el hambre.
En Rusia conocíamos bien lo que era el hambre. Meses enteros vivimos con medio cuarterón de pan y hubo días que ni siquiera eso recibíamos.
Y de todos modos el hambre que nosotros sufríamos era distinta de la que me contaban las mujeres de los obreros alemanes. Nosotros pasábamos hambre a causa de la guerra; ellos, en aras de la guerra. Nuestro hambre era una desgracia de la que siempre teníamos la esperanza de librarnos tan pronto tomáramos el Poder, tan pronto derrotáramos a los blancos y a los intervencionistas y pusiéramos en marcha la producción. El hambre de ellos era el hambre de los condenados.
Era un hambre calculada, reglamentada por la máquina implacable de la guerra. Se había previsto con muchos años de antelación cada espiga que debía crecer, cada recién nacido que debía morir de hambre apenas venido al mundo, cada adolescente que debía llegar a mozo para después hacer de él carne de cañón.
Ahora la máquina militar alemana se había derrumbado, pero el hambre continuaba. La socialdemocracia encaramada en el poder rechazó el pan de los obreros rusos prosternándose ante el Presidente de EE.UU. Hacía ya mes y medio que estaba tirada a sus pies, y Wilson hacía con Alemania el frío juego del ratón y el gato. Hasta entonces, no había dado ni un gramo de víveres. En lugar de pan asaeteaba con incontables mensajes, en los que con repugnante gazmoñería e hipocresía se extendía en consideraciones acerca del humanismo y la civilización, exigiendo al mismo tiempo que Alemania acabara con "Spartak", estrangulara a los comunistas alemanes. Entonces Norteamérica daría pan. El pan lo serviría solamente sobre la tumba de la revolución.
Ebert y Scheidemann no deseaban otra cosa. Señalaban a la clase obrera alemana la muerte por hambre que se cernía sobre sus cabezas y decían: "¡Mira! ¡Esa es tu alternativa: el hambre o la revolución! ¡Si no quieres morir de hambre, acaba con la revolución!"
Al segundo o tercer día de llegar asistimos a una reunión sindical de los electricistas del distrito. La reunión se celebraba en una cervecería, repleta de gente. Los obreros estaban sentados alrededor de las mesitas, bebían cerveza adulterada, echaban bocanadas de humo de algo que quería parecerse al tabaco. Muchos estaban de pie en los pasillos o sentados en las ventanas. En el estrado, sobre la mesa de la presidencia, se elevaban las canosas cabezas de los "bonzos sindicales". Cada uno tenía delante una jarra llena de cerveza hasta los bordes.
Empezó la reunión. Se concedió la palabra a unos de aquellos "bonzos". Mostró suavemente su disconformidad con las acciones de Wilson y su acerba indignación contra la actuación de los espartaquistas y propugnó que se hicieran voluntariamente restricciones: solamente éstas podían asegurar la victoria de la revolución. Afirmaba que era necesario defender la propiedad y el capitalismo, pues sin el capitalismo no hay trabajo ni pan. Algún día, cuando llegara la hora, se degollaría al marrano, pero hasta entonces, debían evitar que estirara la pata, cebado bien, para que diera más tocino.
El discurso del orador era interrumpido por ruido y gritos que partían de distintos sitios.
La atmósfera se fue caldeando. Pero de pronto los "bonzos" de la presidencia se intranquilizaron y todos al mismo tiempo dirigieron la vista a la puerta de entrada. La sala se estremeció. En las filas de atrás se oyeron exclamaciones de saludo. Todos se pusieron en pie, muchos se quitaron los sombreros y empezaron a lanzarlos a lo alto gritando: "¡Viva Liebknecht!", "¡Viva el jefe del proletariado alemán!"
Liebknecht entró lentamente en la sala. Era un hombre de elevada estatura, entrecano, de cara delgada, ojos profundos y relucientes que parecían iluminar su rostro. En los últimos años, la vida le había deparado una cadena continua de pruebas: el frente, el tribunal de guerra, trabajos forzados; ahora, hacía esfuerzos sobrehumanos para salvar la revolución.
El discurso de Liebknecht fue una resuelta condena a los scheidemannistas, que habían vendido y traicionado la revolución, una condena a las gentes fluctuantes: los Kautsky, los Haase y otros de su jaez, cuya traición enmascarada era más peligrosa aún.
Liebknecht dijo que el 9 de noviembre los obreros y soldados habían tomado el poder, pero lo perdieron inmediatamente debido a que los scheidemannistas, con la connivencia de los "independientes", débiles de carácter, fueron devolviendo por partes el poder a la oficialidad reaccionaria. Exigió que Hindenburg y los generales del Kaiser, que de hecho dirigían los Soviets de Soldados, fueran inmediatamente destituidos y arrestados. Desenmascaró a Ebert y Scheidemann y mostró que no se ocupaban de otra cosa que de perseguir al "Spartak", desarmar a los obreros y armar a las bandas contrarrevolucionarias. Citó hechos que atestiguaban con evidencia irrebatible que ya se había creado la guardia blanca, que disponía de infantería, caballería, artillería pesada y ametralladoras. Los regimientos de guardias blancos, acantonados entre Berlín y Potsdam, estaban destinados a aplastar al proletariado revolucionario de Berlín.
- ¡El Gobierno Ebert-Scheidemann ha asestado una puñalada a la revolución! -exclamó Liebknecht-. Si triunfa la contrarrevolución, estos perros sin escrúpulo alguno llevarán al paredón a decenas de miles de obreros. Si el proletariado tolera que Ebert y Scheidemann sigan mandando, pronto volverá la más negra reacción. ¡Que se vayan al infierno esos señores! ¡Viva la revolución alemana y mundial!
Desde la presidencia, los "bonzos" trataron de interrumpir a Liebknecht con gritos, pero luego optaron por callar, al darse cuenta de que los ánimos del auditorio no estaban de su lado. Parte de los que llenaban la sala ahogó las palabras de Liebknecht con sus clamorosos aplausos, los restantes escuchaban en medio de un silencio sombrío, abatidos por la incontestable verdad de sus argumentos. Aunque aquellos honestos proletarios berlineses experimentaban gran confusión a causa de los muchos años de mentiras scheidemannistas, la intuición de clase les llevaba hacia Liebknecht, hacia el "Spartak".
Para que esta tendencia interna se convirtiera en apoyo activo, real, hacía falta tiempo. Los scheidemannistas decidieron no dar este tiempo al proletariado alemán y empezaron a buscar pretextos para echar a las masas a la calle y provocar una matanza sangrienta.
Cuando partí de Moscú, el Comité Central del Komsomol me encomendó transmitir a los jóvenes espartaquistas alemanes un saludo del Primer Congreso de la Unión de Juventudes Comunistas. Ahora hablaba dos y tres veces al día ante los jóvenes obreros berlineses.
Escuchaban con fija atención, hacían miles de preguntas, me ayudaban a hallar las palabras que me faltaban, a veces estallaban en carcajadas ante los inverosímiles descubrimientos que hacía en el idioma alemán.
Después de las reuniones me rodeaban. Todos deseaban reiterar una y otra vez las palabras de amistad y fraternidad revolucionaria que yo debía transmitir en su nombre a la juventud revolucionaria de la Rusia Soviética.
Aquellos días me entrevisté con Rosa Luxemburgo, "Rosa Roja", como la llamaban los obreros alemanes. A través de los camaradas me pidió que fuera a verla a una casa en Schöneberg. Difícilmente fuera su casa; debía ser de alguno de sus amigos.
Llegué un poco antes de la hora señalada. Rosa no había venido todavía. Hojeaba yo un volumen de Goethe, cuando sonó brevemente el timbre, como si lo hubiera rozado un pájaro con sus alas.
Rosa se quitó las botinas en el recibidor y, con el sombrero y el abrigo de piel puestos, corrió a la habitación y me atrajo hacia sí. Me conocía desde mi niñez y quería mucho a mi madre. La última vez que nos habíamos visto fue cuando estuvimos un verano en el litoral alemán siete años atrás. A la sazón hacía un tiempo claro, el cielo era transparente, y de la mañana a la noche nos estábamos en la dorada arena o recogíamos flores en el campo para formar un herbario.
Los recuerdos de aquellos tiempos reconfortaron por un instante nuestras almas. Rosa quería verme, ante todo, para conocer lo más posible de la Rusia Soviética, de la Revolución rusa. Me preguntó por Lenin, se interesó por su salud, me asediaba a preguntas acerca de los días de Octubre y de los frentes de la guerra civil, escuchaba con el semblante arrebolado y de nuevo volvía a preguntar.
... Estuvimos hablando hasta muy tarde. Antes de terminar, Rosa me dijo que soñaba con hacer un viaje a la Rusia Soviética.
- Iré, iré sin falta, iré en los próximos meses. ¡Necesito tanto ver a Lenin, hablar con él! -repetía.
Llegó la hora de separarnos. Nos despedimos. Rosa me contempló desde la puerta, alegre, animosa, con sus hermosos ojos negros.
- ¡Hasta pronto! -dijo.
¿Podía yo pensar, acaso, que era la última vez que la viera?
El 29 de diciembre, domingo, se enterraba a los marinos caídos en las calles de Berlín durante el sangriento desarme de la división revolucionaria de marina. Era el tercer entierro de víctimas, en Berlín, en las siete semanas de revolución. Pero esta vez, en los ataúdes forrados de tela roja iban los cadáveres de los que habían sido masacrados por orden del Gobierno socialdemócrata.
Era un frío y nuboso día de diciembre. Cuando llegamos al lugar ya se había congregado mucha gente. Venían de todas partes. Llamaba la atención la multitud de banderas y carteles rojos.
El cortejo fúnebre se encaminó a Friedrichshain, el cementerio de los caídos en las jornadas de marzo de la revolución de 1848. El camino pasaba a través de los barrios de la burguesía. Sobre las casas ondeaban provocativas las banderas negro-blanquirojas. Los féretros con los cadáveres fueron colocados en elevados catafalcos, tirados por negros corceles cubiertos de gualdrapas fúnebres.
"¡Abajo Ebert y Scheidemann!" -decía la consigna escrita en las pancartas. Lo mismo gritaban los que acompañaban a los camaradas caídos.
En las aceras se agolpaba el público burgués. Cubría de improperios y maldiciones a los que iban en los ataúdes y a quienes formaban el cortejo. El aire mismo parecía pesado, hasta tal punto estaba saturado de odio.
Se acercaba el Año Nuevo. Aunque los tiempos que corrían eran alarmantes, los espartaquistas amigos de Kurt decidieron celebrarlo juntos. Organizaron la cena, aportando cada uno lo que pudo: éste, unas pocas patatas; aquél, unos nabos; otro, un paquete de café de bellotas. Un camarada consiguió, incluso, una botella de vino de Mosela.
Se bebió el vino; se dio buena cuenta de la frugal cena y la conversación giró en torno al tema que interesaba a los allí presentes: la suerte de la revolución alemana.
Entre los reunidos en la velada de Año Nuevo se pusieron de manifiesto profundas divergencias en los problemas de la lucha práctica; muchas cosas no estaban claras para ellos, otras las confundían y se equivocaban. Pero les unía lo principal: la decisión de luchar hasta el fin y una fé inquebrantable en el futuro. Parafraseando las famosas palabras de Lutero, uno de los camaradas dijo:
- ¡La Alemania socialista triunfará! ¡Esta es mi opinión y no puede suceder de otro modo!
Eran cerca de las dos cuando golpearon a la puerta de una manera convenida: dos golpes seguidos, el tercero después de un intervalo. Entró un camarada al que yo desconocía y a quien todos llamaban Walter.
- ¡Queridos amigos! -dijo-. En la vida del proletariado alemán acaba de producirse un gran acontecimiento: el Congreso de partidarios del "Spartak" ha tomado el acuerdo de crear el Partido Comunista de Alemania.
De haber estado allí solamente nosotros, los jóvenes, nos hubiéramos puesto a gritar de entusiasmo. Pero había gente que acababa de salir de la clandestinidad sufrida en la época del Kaiser y que sabían que el mañana habría de depararles quizás una clandestinidad más dura todavía. Se unieron las manos, entrelazándolas sobre la mesa en un solo apretón. Entonaron La Internacional como la cantan en los presidios, con la boca cerrada, pronunciando las palabras para adentro. ¡Qué impresionante fuerza, cuánta ira y esperanza había en aquellos solemnes acordes apenas audibles del himno de la clase obrera mundial!
Nos dispersamos al amanecer. Por la amplia calle desierta corría en dirección a nosotros un hombre que cojeaba un poco. En una mano sostenía un cubo con engrudo, en la otra un rollo de proclamas de vivo color verde. Corría de una casa a otra; con un ágil movimiento untaba la proclama de engrudo y la pegaba en la pared.
Kurt encendió la linterna de bolsillo y leímos un llamamiento de la "Liga antibolchevique", dirigido al pueblo alemán, en la que se anticipaba la futura voz de Hitler:
¡Duermes, Bruto!
¡Despierta!
¡Despierta, pueblo alemán!
¡Comprende el peligro que te amenaza: el bolchevismo!
. . . . .
¡Todos a la lucha contra el «Spartak"!
¡Pueblo alemán, despierta!

"¡Fui, soy y seré!"

Hacía ya una semana que habíamos llegado a Berlín. Se acordó que, en la primera posibilidad que se presentara, marcharía a Moscú. Mientras tanto, ayudaba a Erna; lavaba para las casas ricas. En Alemania habían quedado muchos señores, así que trabajo no faltaba.
El sábado, cuatro de enero, Kurt regresó antes de caer la noche; traía los bolsillos llenos de octavillas. Era portador de importantes noticias: el Gobierno había destituido del cargo de jefe de policía al "independiente" Eichhorn y designado en su lugar al socialdemócrata de derecha Eugen Ernst.
- Estos señores han decidido hacernos la guerra -dijo Kurt reuniendo en la escalera a la gente obrera de la casa-. ¡Pero nos veremos las caras!... ¡Los vamos a mandar al diablo!
A la mañana siguiente nuestra casa se puso en movimiento temprano, cosa que no era habitual los domingos. Por lo menos en una tercera parte de los pisos se oían portazos y silbaban los infiernillos en los que se hacía el café.
Al principio salieron de nuestra casa unas treinta personas. Luego se les unieron otras. Un inválido del tercer piso, que había perdido en la guerra el brazo derecho, tenía una bandera roja que había escondido después de las jornadas de noviembre.
De todas partes afluían grupos de gente que se dirigía a Unter den Linden. En la densa niebla matutina surgían aquí y allá banderas rojas, se oían gritos: "¡Abajo Ebert y Scheidemann!", "¡Viva Liebknecht!", "¡Viva Eichhorn!"
Cerca del mediodía alguien propuso dirigirse al palacio del canciller del Reich, residencia del Gobierno. En el enorme edificio parecía que no había vida, las ventanas tenían corridos los tupidos y oscuros cortinajes; las altas puertas macizas parecían cerradas con siete candados.
Volvimos de nuevo a Unter den Linden. Los manifestantes continuaban de pie. Luego, no sabiendo qué hacer, empezaron a dispersarse. Regresé a casa con los vecinos. Kurt se marchó a buscar a los camaradas. Tardó en regresar y dijo que una parte de los manifestantes había ocupado las redacciones del periódico socialdemócrata Vorwärts y de varios periódicos burgueses y que se había acordado ir a la huelga general al día siguiente.
Aquella noche apenas si se durmió en nuestra casa. Antes de amanecer, los obreros se encaminaron a sus fábricas. No se publicó ni un sólo periódico burgués.
Kurt no quería llevarme con él; pero yo le convencí. Era muy temprano, la mañana se despertaba en medio de una niebla grisácea. Todavía estaban encendidos los faroles, proyectando sombras difusas.
En la plaza situada delante de la Jefatura de Policía se congregó mucha gente. Había empezado a clarear. La niebla se esfumaba. La muchedumbre se agolpaba cada vez más. Por todas las calles adyacentes a la plaza avanzaban acompasada e inconteniblemente oscuras columnas, sobre las cuales ondeaban las banderas rojas. Muchos llevaban armas. Kurt vio aparecer entre la niebla a un muchachillo obrero que llevaba en cada hombro un fusil.
- ¡Camarada: dame uno! -pidió Kurt.
- ¡Toma!
La plaza no podía dar cabida a todos los que llegaban; la gente llenaba las calles vecinas y se apretaba, formando una masa compacta que se extendía a lo largo de varios kilómetros. Se había reunido no menos de medio millón de personas. Nunca había visto Berlín una manifestación tan potente de proletarios revolucionarios.
Hacía mucho frío. Por el cielo se arrastraban muy bajas las nubes. La gente aterida y mal abrigada se movía sin cesar para combatir el frío, mirando pacientemente el edificio de la Jefatura de Policía. Allí se celebraba una amplia reunión de los "decanos revolucionarios" cuyos componentes eran en su mayoría "independientes". De vez en cuando uno de los reunidos salía al balcón y decía algo. El gentío transmitía sus palabras: "La reunión continúa", "Se examina la cuestión", "De un momento a otro se llegará a un acuerdo".
De este modo transcurrió una hora, otra y otra. La gente continuaba esperando. Una hora más, dos, tres. Ya oscurecía, la niebla se iba haciendo de nuevo más densa, pero la gente permanecía en pie, temblando de frío con finas cazadoras de poco abrigo, cosidas en su mayoría de viejos capotes de soldado. Había venido para vencer o morir, y estaba dispuesta a aguardar, en tanto le quedaran fuerzas, hasta que la lanzaran al combate.
En la Jefatura de Policía continuaban reunidos. Al fin apareció en el balcón el orador de turno.
- ¡Camaradas! -gritó-. Hemos acordado entrar en negociaciones con el Gobierno. ¡Marchaos a casa! ¡Si hacéis falta os llamaremos!
Por la muchedumbre rodó un murmullo de perplejidad y de ira: "¿Cómo? ¿Qué conversaciones puede haber con Ebert y Scheidemann?"
- Tenemos noticias de que el Gobierno está dispuesto a hacer concesiones de buen grado y acepta las negociaciones -gritó el orador-. ¡Como nosotros, está interesado en que lo haya derramamiento de sangre!
Pero el orador se equivocaba por entero. Mientras 500.000 proletarios berlineses permanecían en la calle y en la Jefatura de Policía estaban reunidos sin cesar, en el despacho de Ebert, en el palacio del canciller del Reich, en la Wilhelmstrasse, se habían reunido los líderes del partido socialdemócrata. Allí se encontraba también el socialdemócrata de derecha Gustavo Noske, ex gobernador de Kiel.
Los que habían visto a Noske decían que era un hombre de tronco corto y pesado y con unas manazas enormes que no correspondían a su estatura. Nunca intervenía el primero, escuchaba largo tiempo a los demás, volviéndose hacia el orador con todo su cuerpo. Luego se levantaba, apoyándose en la mesa con sus puños descomunales y empezaba a decir sin rodeos, con frases cortas y desabridas, lo que Ebert y Scheidemann aderezaban con todo género de equívocos.
Así ocurrió en esta ocasión. La destitución de Eichhorn fue el primer acto de la provocación tramada por estos señores, a fin de sacar las masas a la calle y a renglón seguido organizar una represión sangrienta. La provocación se había logrado, las masas se echaron a la calle; era llegada la hora de proceder a la represión.
Unos años después, en su libro de memorias De Kiel a Kapp, Noske contaba: "Alguien me preguntó: "¿No pones manos al asunto?" A esto respondí brevemente: "¡Por qué no! ¡Alguno de nosotros tiene que asumir el papel de perro sanguinario!"
Noske fue designado comandante en jefe de las tropas encargadas del orden. Sin perder ni un minuto, acompañado de un capitán joven vestido de paisano, se dirigió al edificio del Estado Mayor General, al objeto de examinar la situación con los generales del Kaiser que allí se encontraban y tomar las medidas necesarias. Pasada la Wilhelmstrasse tropezaron en la Unter den Linden con una patrulla obrera; pero les bastó con urdir una patraña inverosímil para que les dejaran pasar.
En una habitación del edificio del Estado Mayor estaban reunidos muchos oficiales y varios generales. Tenían preparada la orden nombrando al general Hoffmann jefe de las fuerzas punitivas. La aparición de Noske y su declaración de que a él se le había encomendado el mando supremo de las fuerzas punitivas fueron acogidas con ruidosas muestras de aprobación: los oficiales y generales del Kaiser habían aprendido algo en los últimos meses y se daban perfecta cuenta de que, en aquellas condiciones, Noske era mucho más útil que Hoffmann.
En aquella reunión se acordó trasladar el Estado Mayor de Berlín a Dalem, y concentrar en la región de Potsdam las fuerzas de choque para reprimir al Berlín revolucionario.
Regresamos tarde a casa. Erna había preparado una sopa de nabos.
Después de comer, me senté en una silla junto a la estufa.
- ¿En qué piensas? -me preguntó Kart.
-En nada...
Sentía escalofríos; por mi imaginación pasaban ideas incoherentes. En un estado semiinconsciente vi un gran barco, brillantemente iluminado, que navegaba raudo en la noche por un anchuroso río. Luego me di cuenta que no era un buque, sino el Smolny resplandeciente de luces, tal y como apareciera en las grandes jornadas de Octubre.
Sonó el timbre. Vino uno de los camaradas con los que habíamos celebrado el Año Nuevo. Me dijo que no fuera a ningún sitio. Todos los ciudadanos soviéticos que se encontraban en Berlín debían permanecer en casa; los scheidemannistas podían organizar cualquier provocación si caía en sus manos alguien de los rusos.
El camarada propuso a Kurt que fuera con él. Kurt se vistió y tomó el fusil que le había dado por la mañana un joven obrero. Una fuerza incontenible me impulsaba a abrazarle y besarle. Permanecí de pie, acariciando la manga de su capote hasta que se marchó.
Entonces empezaron para mí tormentosos y duros días de espera. Kurt no regresó aquel día, ni al siguiente, ni al otro. No había periódicos y la gente que iba a la ciudad traía los rumores más fantásticos y contradictorios.
El jueves recibimos una breve nota de Kurt, Decía que se encontraba en la redacción del periódico Vorwärts ocupada por los obreros revolucionarios. El camarada que trajo la nota dijo que Liebknecht hablaba de la mañana a la noche en diversos lugares de la ciudad. Rosa también. Los obreros habían conseguido apoderarse de varios establecimientos oficiales y estaciones. En distintos confines de la ciudad se producían choques con los partidarios del Gobierno.
La noche del viernes al sábado llegó a nuestros oídos un fuerte tiroteo. Hasta entonces en la ciudad había fuego de fusilería, pero ahora se oían las ametralladoras y artillería.
El sábado llamó a nuestra puerta el inválido del tercer piso. Dijo que por la parte de Potsdam habían entrado en la ciudad tropas gubernamentales, a la cabeza de las cuales iba Noske. Habían asaltado el local del periódico Vorwärts.
Todo el día estuvimos esperando a Kurt; durante la noche del sábado al domingo no pegamos un ojo. Pero Kurt no vino.
Las tropas del Gobierno continuaron limpiando de insurgentes la ciudad. El lunes, los obreros fueron desalojados de sus últimos reductos fortificados. Después de un intervalo de una semana, salieron los periódicos burgueses y Vorwärts. En las primeras páginas se destacaba en gruesos titulares: "¡La tranquilidad es completa en Berlín!"
"¡La tranquilidad es completa en Berlín"! -escribía por aquellos días Rosa Luxemburgo- "¡La tranquilidad es completa en Berlín!" -afirma la prensa burguesa triunfante, corroboran Ebert y Noske, repiten los oficiales del "ejército victorioso", a los que la muchedumbre burguesa saluda en las calles de Berlín… "Spartak" es el enemigo y Berlín, el lugar donde nuestros oficiales pueden vencer. Noske es el general que sabe obtener victorias donde fuera incapaz de lograrlas el general Ludendorff".
Y dirigiendo a los enemigos del proletariado las últimas palabras que había de escribir en su vida, "Rosa Roja" exclamaba con odio:
"¡La tranquilidad es completa en Berlín!" Sois unos lacayos obtusos. Vuestra tranquilidad se asienta sobre arena movediza. La Revolución se alzará de nuevo mañana y a los sones de trompetas que os harán temblar anunciará: "¡Fui, soy y seré!"

Tristis

Pasaron el sábado y el domingo. Erna y yo permanecimos todo ese tiempo tratando de vencer la emoción, atendiendo a cada ruido en la escalera. Pero Kurt no venía.
El domingo decidimos ir al lugar de donde había llegado la última noticia de él, a la redacción de Vorwärts.
Las calles eran un hormiguero de gente endomingada. Señoras y señores atildados se paseaban, contemplando alegremente las huellas del reciente combate; daban cariñosos golpecitos en la coraza de acero de los blindados que habían entrado en Berlín, encabezando el desfile de las tropas de Noske; se deleitaban en la lectura de las consignas que se veían por todas partes: "¡Muera Liebknecht!" "¡Muera Rosa Luxemburgo!"
La soldadesca saciada, ebria de sangre, era el héroe de la jornada. Los oficiales, atusándose los bigotes a lo Kaiser, acogían benevolentes las sonrisas de las damas. Los soldados rebuscaban por sótanos y buhardillas a los obreros escondidos. Cuando la caza daba resultado, arrojaban al hombre golpeado y sangriento a la muchedumbre, y las engalanadas damas lo pisoteaban con los altos tacones de sus botinas de moda, sujetas con cordones hasta las rodillas.
Helada de espanto me agarré al brazo de Erna. Aquello me recordaba la represión contra los hombres de la Comuna de París, que conocía por mis lecturas. Estos señores no habían leído ni a Arnould ni a Lissagaray, pero actuaban exactamente del mismo modo que los versalleses. Evidentemente, para ser verdugo burgués bastaba ser simplemente burgués.
Por fin, conseguimos dominarnos y entrar junto con aquella enfurecida muchedumbre en la redacción del Vorwärts. Allí olía a sangre y a humo de pólvora. A la entrada se veían los restos de la barricada que los obreros habían levantado con resinas de periódicos y. rollos de papel. Los rollos formaban la base de la barricada, las resmas estaban reforzadas con alambre y colocadas de manera escaqueada, a fin de dejar orificios para las troneras.
Seguimos adelante, esperando y temiendo al mismo tiempo ver alguna cosa que denotara la suerte que había corrido Kurt. Por todas partes se veían salpicaduras de sangre, en las paredes había fragmentos de sesos humanos. Los que habían perecido allí no habían muerto en combate, sino rematados a culatazos por los feroces mercenarios.
Cinco días, cinco terribles días, estuvimos buscando a Kurt por hospitales, clínicas y depósitos de cadáveres. Todo estaba atestado de heridos y muertos. Los heridos se encontraban tirados en los pasillos, unos delirando y otros muriendo. Unos cadáveres estaban apilados, otros en informe montón. Aun después de muertos, los rostros conservaban la intensa y desesperada decisión que tuvieran en el momento del último combate.
El miércoles 15 de enero en Die Rote Fahne apareció un artículo de Liebknecht titulado "¡A pesar de todo!" Con inmensa emoción leímos sus ardientes palabras:
"... Nuestro barco mantiene decididamente y con orgullo su rumbo hacia la meta final, hacia la victoria.
Vivamos o no nosotros cuando esta victoria se logre, nuestro programa vivirá. ¡Abarcará a todo el mundo de la humanidad liberada, pase lo que pase!
Las masas proletarias ahora dormidas serán despertadas por el imponente estruendo del derrumbamiento que se aproxima, cual si sonaran las trompetas anunciando el juicio final. Entonces resucitarán los luchadores asesinados y exigirán cuentas a los asesinos malditos. Hoy se oye solamente el ruido subterráneo del volcán, pero mañana vomitará su fuego y en los torrentes de su lava ardiente enterrará a todos esos asesinos".
La tarde de aquel mismo día le mataron. A él y a Rosa...
Todos sabían que iban a la caza de ellos. La burguesía aullaba exigiendo que se diera con su paradero, que se les apresara y se les hiciera pedazos. Scheidemann prometió 100.000 marcos a quien los presentara vivos o muertos. Dos días antes del asesinato, Vorwärts publicó unos versos que terminaban con un llamamiento abierto al asesinato de Carlos y Rosa: "¡Los muertos están tendidos en fila por centenares; pero Carlos no figura entre ellos! ¡No están Rosa y compañía!"
Nadie creyó lo que decía un comunicado gubernamental publicado el jueves, en el que se afirmaba que Liebknecht había resultado muerto por intento de fuga, y que a Rosa la había despedazado una muchedumbre casualmente congregada. Investigaciones posteriores evidenciaron que el comunicado oficial fue del principio al fin una mentira consciente y premeditada.
Carlos y Rosa fueron capturados el miércoles, a las 9 y media de la noche, por los matones del regimiento socialdemócrata del Reichstag. Condujeron a los arrestados al hotel "Eden", situado en la parte oeste de Berlín, y los entregaron al estado mayor de la división de caballería de fusileros de la guardia, al frente de la cual se encontraba el capitán Pabst, mano derecha de Noske.
A Carlos y Rosa los tuvieron en el "Eden" muy poco tiempo; luego les comunicaron que les trasladaban a la cárcel de Moabit. Primero llevaron a Liebknecht. Le acompañaron el capitán Pflugk-Hartnung y el ober-teniente Vogel, futuro hitleriano.
Cuando conducían a Liebknecht al automóvil, tal y como había sido previamente ordenado por Pabst, se acercó a él un tal Runge y le asestó varios culatazos en la cabeza. Chorreando sangre, metieron a Liebknecht en el automóvil que se dirigía a Tiergarten. En medio del parque, el automóvil se detuvo simulando una avería. A Liebknecht se le ordenó salir y marchar adelante. Apenas anduvo unos pasos, el teniente Liepmann y el mencionado Pflugk-Hartnung le dispararon a bocajarro por la espalda, causándole la muerte. Llevaron el cuerpo de Liebknecht a un puesto de socorro urgente situado no lejos de allí y lo entregaron como el cadáver de un "desconocido".
Desde la salida de Liebknecht con sus asesinos del hotel "E den" hasta la entrega del cadáver en el puesto de socorro transcurrieron solamente diez minutos. A las 23 y 20 minutos se informó a Pabst que el asunto había concluido. A los veinte minutos Pabst entregó Rosa Luxemburgo a Vogel.
Cuando Rosa, a la que conducían agarrada de los brazos el director del hotel y Vogel, bajaba por la escalera, corrió a su encuentro el mencionado Runge y con la misma culata le golpeó la cabeza.
Rosa perdió el conocimiento. La llevaron a rastras y la arrojaron al automóvil. Tan pronto el coche se puso en marcha Vogel y el teniente Krul dispararon sobre Rosa. Krul quitó a la muerta el reloj de pulsera y se lo metió en el bolsillo. El automóvil se detuvo junto al canal situado entre el puente Cornelius y el de Lichtenstein. Sacaron el cadáver de Rosa a la calzada, lo ataron con un alambre, le colocaron un peso y lo arrojaron al canal.
Fue descubierto tan sólo varios meses después.
La noche del jueves, ya muy tarde, al salir del depósito de cadáveres de la ciudad, oímos unos pasos sordos que resonaban en la calle desierta. Cuando llegó a nuestra altura reconocí a un amigo íntimo de Rosa, Leo Joguiches. Hablé con él. Preguntó con tristeza si no habíamos visto en el depósito el cadáver de Rosa. No, allí no estaba.
Dos meses después Leo Joguiches fue capturado por los perros de la jauría de Noske y asesinado en la cárcel.
Sólo el viernes por la mañana identificamos a Kurt entre unos cadáveres en el depósito de un hospital en Pankov. Tenía la cabeza destrozada, los ojos saltados de las órbitas, la cara era un cuajaron sanguinolento. Se le podía reconocer solamente por las manos y la ropa.
Al otro día dimos sepultura a Kurt, A la mañana siguiente vino a por mí un camarada. Dijo que había una ocasión y que podía ir a Moscú con dos colaboradores de la Comisión Soviética encargada de asuntos de los prisioneros. Se habían retenido en Berlín después de la expulsión de nuestra embajada, en vísperas de la Revolución de noviembre, y ahora regresaban a la Rusia Soviética.
Como mareada, me despedí de Erna, así mismo subí al tren y transcurrió para mí todo el camino; como mareada oí que en las elecciones a la Asamblea Constituyente de Alemania los socialdemócratas de derecha habían obtenido la mayoría. Mi boca tenía un sabor a herrumbre, en todas partes me parecía que había un olor denso a cadáveres y a fenal.
Una fría noche de enero nuestro tren llegó al andén de la estación de Moscú. Hacía tan sólo dos meses y medio que había partido de allí y me parecía que había transcurrido una vida entera.
Mis acompañantes se despidieron de mí y marché sola por las calles nevadas de Moscú. Era difícil andar, estaba resbaladizo. A causa de la inanición, me daban mareos.
Cerca del Soviet de Moscú había un coche cerrado. La puerta del edificio se abrió y apareció un hombre con cazadora de cuero. Era Yákov Mijáilovich Sverdlov. Ya se había subido al automóvil cuando me acerqué a él. La emoción me agarrotaba la garganta y no podía pronunciar ni palabra. Me miró y al reconocerme dijo algo en alta voz; luego me metió en el coche, me llevó al Kremlin y me condujo a la comandancia. Allí ordenó que inmediatamente calentaran el baño, que arrojaran todos mis efectos al fuego y me dieran ropa de soldado rojo. Dijo que luego le llamaran y vendría a recogerme para llevarme a casa.
Una hora después estaba sentada en la comandancia con las mangas de la guerrera recogidas por ser demasiado largas. Bebía té caliente en una jarra de hojalata. La comandancia estaba instalada en una habitación espaciosa y mal alumbrada. En los bancos colocados a lo largo de las paredes había sentados unos jóvenes soldados rojos que hablaban a media voz, evidentemente de algo relacionado conmigo. Oí palabras sueltas: "de Berlín", "los mencheviques han vencido allí...", "el pueblo las pasará muy mal..."
Descansé. Me sentía bastante bien y a fin de no restar tiempo a Sverdlov me fui a pie hasta mi casa.
Atardecía. El cielo tenía tonalidades verdes y argentadas.
Detrás de los dentados tejados de Kitaigorod apuntaba el disco anaranjado de la luna. Entre las columnas de la Casa de los Sindicatos pendían, enmarcados en rojo y con crespones de luto, los retratos de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo, al pie de los cuales estaba escrito con grandes letras: "¡El mejor desquite por la muerte de Liebknecht y Luxemburgo es la victoria del comunismo!"
En el retrato, Carlos estaba mucho más joven que en los últimos meses de su vida. Rosa aparecía tal y como yo la vi al despedirme de ella en Berlín; era igualmente tierna y penetrante la mirada de sus hermosos ojos oscuros.
"El hombre debe vivir como una vela que arde por ambos extremos" -gustaba decir Rosa.
Así vivieron los dos: Rosa y Carlos. ¡Que su memoria perdure eternamente!

27 de septiembre de 2021

De nuevo, el espectro del carrillismo

Uno de los incontestables méritos del PML-RC en los últimos años ha sido, sin género de duda, la ruptura con el conglomerado ideológico, auténtica hidra de cien cabezas, que, habitualmente, se condensa bajo el término postmodernismo. El mérito del PML-RC, podríamos decir, ha sido doble: ha restituido al marxismo su esencia de "guía para la acción", despojándolo de esa espesa y viscosa capa de aditamentos con que la izquierda del 78 lo pretendía reducir a "guía para la distracción"; y, consecuencia de lo anterior, ha obligado a los principales corifeos y corifeas del progresismo nacional y autonómico a desenmascararse, a mostrarnos su auténtico rostro anticomunista.

Y, sin embargo, es extremadamente necesario ser críticos con algunos planteamientos teóricos y análisis concretos del PML-RC. En estas líneas, vamos a aludir, en especial, a su valoración de otras fuerzas revolucionarias que actuaron en el panorama político nacional tras la muerte de Franco.

A nadie mínimamente sensato se le escapa que la crítica leninista, basada en la fidelidad estricta a los principios y en el análisis concreto de la situación concreta, con mayor razón, además, si se dirige al seno de nuestras propias filas o a quienes se sitúan, siquiera de palabra, en la lucha contra la explotación del hombre por el hombre, es absolutamente necesaria. La crítica leninista tiene la virtud de alumbrar el camino, pero, al hacerlo, revela igualmente nuestra propia posición.

Desde esa perspectiva, las críticas del PML-RC a aquellas fuerzas políticas -especialmente el Movimiento Nacional de Liberación Vasco y el PC(r)- que no se plegaron al cabildeo de la Transición, adolecen de todos los rasgos que caracterizaron al carrillismo. El calificativo de "anarquista" o "anarquizante" con el que se pretende anatematizar a dichos grupos desconoce tanto la práctica histórica del anarquismo como el momento histórico, nacional e internacional, en que surgieron aquéllos, a saber, el proceso de descolonización y la propagación por todo el mundo de los movimientos guerrilleros y de la lucha armada como instrumento de transformación política.

Pero lo peor no es eso, es decir, que el PML-RC obvie el análisis concreto de la situación histórica concreta, y un día sí y otro también cuelgue sambenitos a organizaciones cuyos militantes, muchos de ellos comunistas, fueron -y siguen siendo- el objeto de la persecución feroz del Estado burgués y capitalista. No. Lo peor es el tufo oportunista, esto es, carrillista, que desprende esa forma de crítica del PML-RC. El contenido de la crítica de organizaciones actualmente inactivas o disueltas, lejos de profundizar en los errores que cometieron, lo cual redundaría en un avance de las capacidades teóricas y prácticas del movimiento obrero en nuestro país, gira alrededor de la palabra fetiche "terrorismo", que el PML-RC emplea exactamente en el mismo sentido que todos y cada uno de los defensores, pasados y presentes, del Estado burgués y capitalista. Desgraciadamente el PML-RC se ha subido al carro -averiado, que a nadie le quepa duda- de un tacticismo de corte carrillista que consiste, respecto de las "cuestiones incómodas", en aterrizar por la izquierda en las posiciones del Estado burgués y capitalista.

Lo mismo hizo el PML-RC con el caso de Pablo Hásel, lo mismo sucede con su análisis de la historia del movimiento obrero internacional posterior al infausto XX congreso del PCUS.

Nada sería más deseable que los camaradas del PML-RC rectificaran una deriva que conduce inexorablemente al electoralismo y a su inevitable corolario, la desmovilización de las masas.

Sade - Forneo

26 de septiembre de 2021

La armería, un cuento sobre el Madrid revolucionario de César Muñoz Arconada

César Muñoz Arconada fue un miembro de la famosa Generación del 27, con menor reconcocimiento sin embargo que otros escritores, posiblemente debido a su enorme compromiso político y su exilio en Moscú, donde continuó participando activamente en la vida cultural local. 
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Nació el 5 de diciembre de 1898 en Astudillo, Palencia. No tardó en convertirse en una figura destacada de la intelectualidad literaria española en los años veinte: fue crítico musical y cinematográfico; autor de uno de los primeros análisis del compositor Debussy con la obra En torno a Debussy (1926); en relación con el cine Vida de Greta Garbo (1929) y Tres cómicos del cine. Biografías de sombras (1931); sin olvidar la poesía recogida en Urbe (1928); la narrativa breve de Cuentos de amor para tardes de lluvia (libro que iba a salir en los Cuadernos de La Gaceta Literaria, pero la edición se frustró)​ o la novela La turbina (1930), donde ya manifiesta unas inequívocas preocupaciones sociales, que anuncian su futura literatura.

De su importancia intelectual baste decir que llegó a ser redactor-jefe de la revista La Gaceta Literaria (1927-1932) —el principal vehículo de expresión de la llamada generación del 27— donde su colaboración (hasta enero de 1931) es muy frecuente y destacada.

En 1931 ingresa en el Partido Comunista y se convierte en uno de los más destacados representantes de la corriente social-realista en España. Colabora en Octubre, Nueva Cultura, Leviatán, Frente Literario y el diario Mundo Obrero y publica dos novelas enmarcadas en el llamado realismo socialista: Los pobres contra los ricos  y Reparto de tierras (1934); en ambas novelas reflejó la situación de la aldea española en el periodo de auge revolucionario del campesinado español, ofreciendo «la imagen de una España republicana incapaz de superar los residuos de un feudalismo que impone su ley en las zonas rurales».​ En 1938 redacta otra novela, Río Tajo, que ganó el Premio Nacional de Literatura, y que se publicaría en Moscú en 1970 y en España en 1978, en la que lleva a cabo una exaltación épica de la causa popular durante la Guerra Civil.

Con la derrota de la República en 1939, tomó el camino del exilio y se estableció en Moscú. Allí fue un entusiasta divulgador de la gran literatura española, la del llamado Siglo de Oro, como es el caso de La gitanilla, que adaptada por Arconada, conoció el éxito en el Teatro Gitano de Moscú. Fue director de la edición española de la revista Literatura Soviética en la que publicaba artículos y poesías; estuvo también vinculado a la Editorial Progreso de Lenguas Extranjeras. Escribió un drama teatral, Manuela Sánchez, que e puso en escena en algún teatro y fue transmitida en fragmentos por Radio Moscú. La Gran Enciclopedia Soviética recoge una notable reseña de su actividad como escritor. Señalando que en la creación de Arconada ejercieron gran influencia los escritores Maksim Gorki, Konstantín Fedin y otros. Escribió dos libros de relatos, España es invencible (1941) y Cuentos de Madrid (1942), algunas obritas teatrales y el extenso poema Dolores (1945).

De César Muñoz Arconada escribió también una descripción de su viaje a China, Andanzas por la nueva China, publicado recientemente en España, y una biografía de José Díaz (secretario general del Partido Comunista de España), que permanece sin publicar..

A continuación, compartimos uno de los cuentos incluídos en Cuentos de Madrid, en el que se describe el entusiasmo revolucionario de los trabajadores madrileños que, ante la indecisión del gobierno republicano,  hizo posible que se derrotara el golpe fascista de julio de 1936 y que explica la victoriosa resistencia del pueblo español frente a las hordas franquistas durante la Guerra Civil, echando un pulso a los ejercitos nazis, italianos y a la complicidad de los gobiernos occidentales durante cai tres años.

***

La armería

Después de una reunión política en el local de las Juventudes, Amaro volvía a su casa en el Portillo de Embajadores, en los barrios bajos de Madrid. Llevaba una cartera grande debajo del brazo. Marchaba por las calles del centro de la ciudad abstraído, huraño como un serio estudiante de filosofía. El ruidoso vocerío del atardecer en las calles de Madrid, la sensualidad de naciente primavera, el olor penetrante de las acacias, la luz dorada, las casas, los pregones de los vendedores ambulantes, las bellas mujeres..., nada de esto conseguía despertar, abrir al exterior sus sentidos de joven, sus inquietudes gozadas. Iba como sumergido en otro ancho mundo, en un mar agitado por otras corrientes interiores.

—¡Armas! ¡Armas! ¡Se necesitan armas!

Era la frase de la reunión, la frase que constantemente le perseguía, que tornaba y retornaba a su imaginación como a la salida de un concierto una recordada frase musical: ¡Armas! ¡Armas...! Los jóvenes del barrio le habían dado un mandato urgente: proponer a los organismos superiores el armamento general de las Juventudes. La lucha se agudizaba de hora en hora. La República estaba en peligro. Los fascistas preparaban una sublevación... ¡Armas! ¡Armas para vencerlos en caso de que se alzasen en rebeldía...! Pero las armas eran entonces, y fueron hasta el final de la República, el mito de un advenimiento que siempre se espera y jamás se cumple. En definitiva, la última frase de la reunión había sido:
    —¡Si se levantan, tendremos que conquistar las armas por la fuerza, donde las haya!
Imagini pentru cesar arconada    Amaro marchaba distraído por entre la ruidosa multitud callejera, pero otro tumulto, no menos intenso, le agitaba en su interior como el oleaje a un náufrago. Bulliciosamente se mezclaban en su imaginación los acontecimientos públicos de los últimos años y su vida privada, su individualidad. Era como una estrepitosa mezcla de sirenas en el barrio industrial de un puerto. La madre de Amaro, viuda de un ordenanza de Telégrafos, tenía una pequeña pensión, pero con ella no podía sostener a toda la familia: seis hijos, de los cuales Amaro era el mayor. La madre cosía, ejecutaba labores de punto, hacía cigarrillos en combinación con una obrera de la fábrica de tabacos... Y todo esto, abnegada y maternalmente, para sacar adelante a los hijos, para que Amaro, el mayor de ellos, estudiase, y fuese en breve una ayuda económica para todos. Al advenimiento de la República, en 1931, Amaro terminó el grado bachiller. Se propuso a continuación emprender alguna carrera corta, hacer unas oposiciones. Hizo varios exámenes, pero sin éxito. Con todo, aún era joven, la República ofrecía muchas posibilidades, los intentos podían repetirse. La madre no perdía la esperanza de acomodarle en la vida con honradez, tranquilidad. Pero como sucedía por ese tiempo en la intimidad de tantas y tantas familias españolas, el camino soñado por la madre no era ya el camino seguido por el hijo. La madre sentía La vida como una acomodación, como un descanso; el hijo como una lucha, como una misión generosa. Los acontecimientos políticos se sucedían como los golpes de viento en un huracán. Amaro, lo mismo que otros muchos jóvenes, se dio por entero a una navegación arriesgada, al heroísmo de las luchas sociales. Reuniones, discusiones, debates, amigos extraños, misterios de la clandestinidad. La madre de Amaro comenzó a alarmarse por la vida anormal que notaba en su hijo. Pensó que tal vez su juventud se extraviaba por el lado de la diversión, de la corrupción, pero luego vio que era otro el camino, aunque no le comprendía ni le aceptaba sin amargura, terminó por tolerarle.
    —¡Armas! ¡Armas para defenderse del fascismo! —le seguía golpeando la frase como el sonido del yunque cercano de una fragua.
    Entró en el cuadrado recinto de la Plaza Mayor, rincón de vida provinciana española, con soportales, pequeños bazares de baratijas, charlatanes vendedores de milagrerías, campesinos de los pueblos próximos... Bajó por otro de los arcos, descendió por unas escaleras desgastadas que tenían siglos, hasta la calle de Cuchilleros. Era ya el viejo Madrid, el Madrid del siglo XVI, de posadas, boterías, tabernas, trajinantes, cuchillerías...
    Pero Amaro marchaba sin dejarse agitar por las emociones históricas; como antes por el centro de la ciudad, no despertó a los halagos de la vida. Le embargaba su obsesión, su problema:
    —¡Armas! ¡Armas!
    Y en el promedio  de la calle se paró inconscientemente delante de un escaparate que estaba tapizado de rojo. De pronto, como si despertase de la nebulosidad de un sueño, se sintió normalmente rodeado de lo circundante, de lo presente, de la vida. Era un escaparate viejo, extraño, con polvo descolorido de vitrinas. Sobre la tela roja había cuchillos, grandes navajas, pistolas, sables, escopetas... Amaro se quedó un poco sorprendido por la subconsciente relación entre su pensamiento y la tienda donde acababa de pararse. Levantó la cabeza hacia la puerta de entrada y leyó el letrero: armería. Luego, ya consciente de todo, con la clarividencia del comprador que examina lo que necesita, se puso a mirar y remirar el escaparate.
    —¡He aquí donde hay armas! —pensó. Y luego, mirado más despacio, le pareció absurdo, incomprensible aquel escaparate que tenía algo de las vitrinas momificadas de un museo.
    Por encima de las armas, a través de los cristales miró al interior de la tienda como para descubrir el secreto de un establecimiento que le era poco conocido. Entonces, su mirada tropezó con unos ojos negros de mujer que le observaban inmóviles. Durante unos instantes no supo si aquella cara era real, viviente, o la cara de un maniquí, de una figura decorativa de la rienda. Insistió en la mirada, y el rostro de la mujer comenzó a sonreír graciosamente, con picardía. Amaro continuó la aventura. La hizo gestos declamatorios con la mano. Intentaba hacerla comprender que quería entrar en la tienda, comprar una pistola y pegarse un tiro de amor. Ella se echó a reír con franca simpatía, con gracia.
    El interior de la tienda estaba oscuro. Era ya  hora de cerrar. Se venía la noche rodando por callejas y callejuelas empedradas, estrechas, entre palacios antiguos y casas de muchos balcones. El diálogo mímico entre Amaro y la muchacha del interior, como toda tontería callejera no duró mucho. La última muda frase fue para decir: «¡Espéreme usted, jovencita, que ahora entro!» Y Amaro avanzó hacía la puerta con ánimo no ya de entrar sino de echar un piropo a la muchacha y marcharse calle abajo. Pero en el mismo momento que alargaba su cabeza hacia la entrada de la tienda, la muchacha se agarró al cierre metálico de la puerta, y con burla graciosa sacó la lengua al joven y callejero galán:
    —¡Ah...! —y tiró del cierre, hacia abajo.
    La puerta metálica cortó aquel galanteo de chunga española entre Amaro y la muchacha de la Armería de la calle Cuchilleros. Hay aventuras callejeras que se desvanecen como pompas de agua, que se olvidan como pasatiempos fugaces. Hay otras, en cambio, que son el nacimiento de una senda que conduce los pasos hacia muy lejos. Este fue el destino de Amaro.
    Al día siguiente volvió de ronda por la Armería, sin que pueda decirse cuál era la atracción principal: si las armas o la muchacha. Pero esta vez no se detuvo en el escaparate. Entró. Era también en las últimas horas de la tarde. La tienda tenía aspecto extraño de vejez, de desván o museo. La misma muchacha que el día anterior le había sacado la lengua burlescamente, leía junto al escaparate un viejo novelón recortado de algún periódico antiguo. Ella le reconoció en seguida a Amaro, pero este reconocimiento apenas sí lo afirmaba con una sonrisa leve, contenida y extrañada.
    —Jovencita... —empezó Amaro sin saber cómo iniciar la conversación.
    Ella dejó en la silla el mamotreto amarillento de la novela. Se levantó rápida. No tendría más de diez y ocho años. Era menuda, delgada, cimbreante, vivaracha, con unos ojos muy negros y la cara morena. Su recortado pelo la caía brillante y sedoso sobre la frente. Tenía una conversación viva y graciosa como todas las mujeres madrileñas, que son capaces de enredar envolver al hombre más ingenioso con la espontaneidad y la gracia agresiva, como un tiroteo, de que hacen gala.
    —¿Qué quiere el señor estudiante? —comenzó ella—. ¿Acaso le han suspendido y busca una pistola para remediar sus calabazas...? Le recomiendo mejor el Metro. Ahora está de moda para los suicidios.
    —No soy estudiante, sino representante de gomas para los paraguas —contestó él siguiendo la chanza, como es costumbre en Madrid.
    —Pues entonces vaya usted con su cartera a la Puerta del Sol.
    —Si viene usted conmigo soy capaz de ir hasta el fin del mundo.
    —¡Ay, no, fuera de mi barrio me perdería...! Busque otra acompañante menos madrileña, que yo me llamo Paloma,
    —Ya se ve por el «pico».
    —Este pico puede dar picotazos de águila a los moscones impertinentes como usted —y cambió el tono en severidad, casi en riña,
    —No se ponga usted así, Paloma...
    —En resumidas cuentas —dijo ella poniéndose en jarras—, ¿qué le trae a usted, pollo pelao, por esta su casa?
    —Un amor entre pistolas. Esto debe ser interesante.
    —Pues para las pistolas entiéndase con mi padre. Y para lo otro una servidora le dice: ¡vamos, anda, qué te has creído tú eso! ¡A usted le han dado el número cambiao!
Imagini pentru madrid cuartel de la montaña
Foto del asalto popular al Cuartel de la Montaña. Julio de 1936
    La tos carrasposa del padre se oía en la trastienda, detrás de unas viejas cortinas. Amaro inclinó la cabeza para verle por una abertura. Era un hombre grueso, con bigotes grandes, de coronel retirado. Estaba en mangas de camisa limpiando sobre la mesa una gumía árabe cuyo acero debía estar picado. Luego se oyó el ruido de una silla que se arrastraba, y la conversación entre los jóvenes se aceleró, temiendo que el padre saliera, Pero lo que había empezado en broma y después se había transformado en agresión y enfado, acabó en amistad. Amaro y Paloma quedaron citados para el día siguiente en el cine de San Miguel, que estaba en el mismo barrio, muy cerca.
    Y esa tarde, en el cine, se hicieron novios. En los primeros tiempos, el noviazgo fue una simple frivolidad. Paloma no sabía concretamente cuáles eran las ocupaciones de Amaro y él eludía esta conversación diciendo con vaguedad que se preparaba para unas oposiciones. Amaro se enamoró de Paloma. Admiraba en ella su carácter alegre, vivo, su gracia, su desenvoltura, su temperamento, pero, a la vez, le preocupaban las diferencias que creía invencibles entre él, un joven seriamente decidido a las actividades y las luchas políticas y ella, Paloma, que parecía no tener otras aficiones que el cine, el baile, las novelas de aventuras... A veces no comprendía Amaro la finalidad de esas relaciones amorosas. Para justificarlas de algún modo tenía que recurrir al azar del primer encuentro, a la atracción de aquella extraña tienda de armas que poseían los padres de Paloma.
    Amaro recordaba que en todos los motines populares la multitud había asaltado las armerías. Por lo tanto, estos aparentes museos debían tener sótanos llenos de eficaces armas y municiones. La vieja casa de Paloma era seguro que los tendría: mazmorras del tiempo de la Inquisición, cuevas oscuras y profundas debajo del enlosado de la Plaza Mayor. Allí estarían seguramente las armas.
    Cuando Amaro decía a sus amigos: «—Tengo una novia dueña de una armería», ellos, un poco en broma y un poco en serio, le contestaban: «Cásate con ella en seguida, que nos van a hacer falta, y ésa es una mujer con un buen dote».
    Pero el matrimonio era prematuro cuando entre ellos aún no habían salido del periodo de la frivolidad, del entretenimiento, y los padres de Paloma sólo conocían a Amaro de verle frente a la casa esperando a la novia.
Alguna vez habría que iniciar la revelación, poner al descubierto los secretos, decir a Paloma lo que él era y cómo pensaba. Amaro tenía miedo de que Paloma reaccionase con indiferencia, con la frivolidad de su madrileña gracia, y las relaciones no pudieran seguir adelante.
    Una vez sucedió que en un baile de estudiantes que se celebraba en una Kermesse en el barrio de Pozas, y al que asistían Amaro Paloma, se presentaron unos cuantos estudiantes con camisa azul y el emblema falangista en las solapas.
    —Mira —dijo Amaro a su novia—, esos tipos que llevan las flechas y el yugo en las solapas son los fascistas. ¡Me parece que esta tarde va a ver aquí hule! Si quieres marchar...
    Y ella se ofendió con chulería:
    —¡Pero a ver si crees que mi mamá me limpia aún los moco...! Si esos pollos litris arman bronca y estropean el baile, les daremos pa’l pelo.
    Del fascismo y de los fascistas apenas si había oído hablar Paloma, pero en ese momento ella estaba en contra de cualquier provocación, en contra de los presuntos aguadores de la fiesta, fuesen fascistas o no. Así sucedió, tal como lo habían pensado. Poco después, con el pretexto de un pisotón que un estudiante fascista dio a otro de la FUE, estalló la tormenta. En seguida empezó el revuelo, los golpes, los gritos:
    —¡Fuera los fascistas! ¡A la calle! ¡Que se marchen de aquí!
    Amaro fue de los que primero se lanzaron a la batalla de los puños, en primera línea. La gente del baile retrocedió hasta formar corro y los bandos, en medio, se acometían con furia. Rodaban por el suelo unos, se levantaban otros, se agitaban en alto los puños, sonaban los golpes sobre las cabezas... Pero lo sorprendente fue que a los pocos momentos de comenzar la pelea, Paloma se lanzó, ágil rabiosa como un tigre, en medio de los luchadores y, a puñetazos, a mordiscos, a patadas, a arañazos, con ciega bravura, acometía a los fascistas. Éstos retrocedieron hasta la puerta. Hubo un momento, al final, en que sólo Paloma con los palos rotos de una silla en la mano» amenazante y furiosa, los hizo retroceder, acobardarse, huir vencidos finalmente. En seguida, toda la gente del baile irrumpió en un aplauso cerrado de homenaje a la brava muchacha que con las ropas desgarradas, el pelo revuelto, sudorosa, agitada, volvía de pelea buscando con los ojos llameantes de ansiedad a Amaro. Al encontrarse se dieron la mano, se abrazaron contentos.
    —¡Eres admirable, Paloma! —le dijo su novio—. ¡Te has portado como una verdadera heroína antifascista!
    Y ella, con una graciosa coquetería de mujer, con un mohín cariñoso, contestó:
    —Te advierto, niño, que los fascistas me importan a mí un piro. ¡Lo he hecho todo por ti!
    Era cierto. Pero así empezó Paloma a interesarse por las cuestiones sociales, por la política, por la lucha contra el fascismo, por las Juventudes, por la vida, hasta entonces desconocida y oculta, de Amaro. Más adelante, en nuevas ocasiones que se presentaron de lucha contra los fascistas, Paloma se enfrentó con ellos no como enemigos de su novio, sino como despreciables bandidos, como perros pistoleros que, mandados por sus amos, salían a la calle a imponer el terror, a matar obreros, a eliminar comunistas, a desacreditar la República.
Así sucedió una tarde en un comedor popular donde era sabido que concurrían jóvenes antifascistas. Paloma y Amaro habían ido a comer en unión de otros amigos. De pronto, se presentaron varios individuos fascistas repartiendo invitaciones para un mitin que ellos iban a celebrar. Evidentemente, era una provocación. En una de las mesas les arrojaron las invitaciones a la cara en seguida se armó el alboroto, se inició la lucha contra ellos. Rodaron las mesas, se hicieron añicos los platos, la cristalería. Oíros fascistas que los provocadores traían como protección dispararon las pistolas. Un camarada resultó herido. Y Paloma, cuando la pelea comenzó a tomar un agrio carácter, se lanzó rápida sobre el cierre de la puerta, que bajó de un golpe seco, y luego sobre una mesa gritó; «—¡Tranquilidad, camaradas, que no pueden escaparse! ¡Vamos a cazarlos vivos como a leones!». Y poco después» molidos a golpes, los fascistas fueron encerrados en una habitación y entregados a la policía.
    Otra vez, por la noche, Amaro y Paloma volvían de un mitin que se había celebrado en el Coliseo de Lavapiés. Marchaban por la calle Ave María y poco antes de llegar a la Magdalena oyeron que un muchacho voceaba: «Mundo Obrero ¡Compre Mundo Obrero que trae sensacionales revelaciones sobre la actividad de los fascistas!» De pronto sonaron dos disparos y el vendedor, un muchacho de catorce años, cayó muerto. Paloma vio claramente al tipo que desde la oscuridad de una esquina había disparado y se lanzó sobre él con un furioso arrebato de indignación por el crimen cometido. El fascista, al sentirse descubierto, echó a correr y Paloma siguió detrás» gritando a la gente: «¡A ése, a ése, que ha matado a un pobre muchacho!» Por fin le agarraron y Paloma se abalanzó sobre él como si quisiera hacerle pedazos: «—¡Fascista, canalla, tú le has matado, tú! ¡Sois una cuadrilla de bandidos!» —le zarandeaba y le gritaba. La gente empezó a agolparse y en seguida se lo llevaron los guardias, pero Paloma y Amaro fueron con ellos para declarar en la comisaría como testigos del crimen.
    El carácter de Paloma era así, normalmente burlesca, graciosa, con apariencias de frivolidad como si no se interesase seriamente por nada. Pero en los momentos decisivos, de lucha, era terriblemente arrebatada, tenía una bravura casi ciega. En la formación del carácter de Paloma, Amaro tenía muy escasa intervención. Más bien se lo debía a Madrid, al alma popular de Madrid, que concilia lo frívolo y lo serio, lo burlesco y todo lo heroico. Pero Amaro sí había tenido decisiva influencia en la evolución de Paloma. Su carácter díscolo, de arisca gata madrileña, era blando y dócil al amor, bajo su influencia se sentía muy femenina, muy fiel, se dejaba conducir por Amaro como una niña ingenua. Es así que en poco tiempo Amaro hizo de ella una buena militante de las Juventudes, una gran camarada con responsabilidad y conciencia política.
    Pero de todo esto, en casa de Paloma no sabían nada. Los padres eran muy religiosos, amantes del orden, pues ellos conocían muy bien la tradición madrileña de asaltar las armerías en las revueltas populares; la madre de Paloma, la seña Paca como la llamaban en el barrio, era una madrileña muy flamenca, que había sido planchadora en su juventud. No veía con buenos ojos los amores de Paloma. Ella hubiese querido para su hija un rico industrial del barrio.
    —Ese pollito que ronda a Paloma —decía a su marido— me da a mi mala espina. Si la cosa pasa a mayores, voy a tener que plantarme en jarras y decir a ese niño:
    —¡Qué dená, so pelao, que mi Paloma es mu castiza pa que te la lleves !
    Pasaba Amaro por ser un corredor de bombillas y objetos de electricidad, Paloma hacía a su madre grandes elogios de él, pero la aceptación era imposible y los disgustos familiares por esto y por la vida irregular de Paloma aumentaban de día en día. Por fin, esos disgustos interiores tuvieron una culminación: fue cuando un día Paloma confesó a su madre, con gran secreto no poca turbación, que estaba embarazada y que, por consiguiente, tenían los padres que dar su permiso para casarse con Amaro. Esta noticia sensacional produjo en la casa una tormenta de gritos, llantos, aflicciones, congojas, patatuses que duró casi un mes. Por fin, como no podía ser de otro modo, los padres accedieron al matrimonio. Entonces tuvo lugar la primera visita de Amaro a la casa de su novia. Fue un acto penoso, como la asistencia formularía a un entierro. Los padres le recibieron con hostilidad, con frialdad, y él no sabía qué hacer ni qué decir para congraciarse con ellos. La vieja casa, aquella trastienda oscura con una camilla en medio, aquella familia huraña, todo, hasta el deslumbramiento de las armas que tiempos atrás le había atraído, ahora le pesaba, le molestaba. Hubiera sido su gusto coger a Paloma y huir, huir sin ocuparse más de la armería de la calle Cuchilleros.
    Desde este momento de la entrada oficial en casa de la novia, las visitas se hicieron frecuentes, pero aunque algo atenuada, la hostilidad hacia él no desapareció. Otro gran disgusto provino a causa del ceremonial de la boda, cuando se trató de este particular. La madre quería boda rumbosa, boda sonada en el barrio, y que se casasen en la iglesia de la Virgen de la Paloma, donde la muchacha había sido cristianada. Pero Amaro y Paloma querían casarse por lo civil, oscuramente, un día cualquiera, sin que nadie se enterase. ¡Terribles contratiempos! Sí no hubiera sido por lo irremediable de la situación, es casi seguro que Amaro hubiese sido echado de la casa violentamente. Por fin se pudo conciliar el conflicto. Por aquellos tiempos había muchos jóvenes en condiciones parecidas que se casaban primero por lo civil, y para aquietar la conciencia de los padres ofrecían casarse después por la iglesia, y esto último se les olvidaba más tarde intencionadamente.
    Así se convino. Pero con los padres, que no contaran para el matrimonio civil. Irían ellos solos con los testigos.
    Era por el mes de julio, en el año 1936. Los días estaban llenos de intranquilidad, y Amaro y Paloma, ante lo que pudiera venir, acordaron casarse. Fijaron La fecha: el 18. ¿Alguien sabe de qué sombrías desgracias o alegre felicidad viene cargada la luz de cada amanecer? Nadie lo sabe, nadie. Sin embargo, ella viene irremediablemente con sus contingencias.
    Y llegó la mañana de la boda. Ese día Paloma se levantó temprano. Se había comprado un traje hechura sastre, y en el ojal de la solapa llevaba una flor roja. La madre lloraba silenciosamente interiores remordimientos y penas por la boda, mientras la hija se vestía. Eran las ocho, y el día tenía espléndida luz y sol. A las nueve vendría Amaro con dos amigos íntimos y se irían todos al Juzgado, sin ceremonial alguno, como quien va a la ventanilla de Correos a certificar una carta. La madre no comprendía esta sequedad, esta frialdad en la ceremonia, a pesar de la negativa de Paloma se empeñó en salir a la confitería del barrio a comprar unos dulces para cuando regresasen del Juzgado.
    La madre volvió pronto, agitada, acongojada, casi sin poder hablar. Mientras ponía sobre la mesa una docena de pasteles, unas pastas y dos botellas de jerez, contó con sobresalto:
    —¡Huy, no podéis figuraros el revuelto que hay por las calles! Dice la gente que los militares se revuelven contra la República por haber matado a Calvo Sotelo.
    —¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué pasa? —entró Paloma en la habitación, sobresaltada.
    —Hija, hija, ya decía yo que tu boda era de mal agüero. ¡Dicen que hay «revolución del ejército»!
    Paloma no preguntó más. Sabía muy bien de qué se trataba. ¡Era, por fin, el fascismo que se lanzaba contra el pueblo, contra la República!
    De espaldas a la mesa, con la cabeza baja, Paloma, indecisa, no sabía qué hacer. ¿Marchar a la calle? ¿Ir a ver lo que pasaba? ¿Salir en busca de sus camaradas de la Juventud para recibir instrucciones y comenzar la lucha...? Pero faltaba media hora para la llegada de Amaro para su boda, para esa particular contingencia que por un azar coincidía con un momento inoportuno.
Imagini pentru lavapies milicianos
Milicianas en Madrid
    El padre de Paloma, en cuanto oyó la palabra «revuelta» empezó a pasearse nervioso, pálido. Iba de un sitio a otro tropezando con los muebles. Cerraba con llave armarios y vitrinas. Las armas que pudieran ser más codiciosas las bajó al sótano. Ciertamente en veinte años que llevaba de dueño de la tienda no le había pasado ningún percance. Sólo una vez, en el año 18, cuando el asalto de la multitud a las tiendas de comestibles, su establecimiento corrió peligro, sin que nada pasase, gracias a la intervención de los guardias. Pero amigos suyos, dueños de otras armerías, contaban verdaderas atrocidades acaecidas en sus tiendas durante los motines.
    Encima de una consola, entre descoloridas flores de papel, había una estampa de la Virgen de la Paloma. La madre encendió dos velas y rezó varias salves y oraciones para conjurar los peligros.
    Abrieron la tienda a la hora de todos los días, pero dejaron el cierre metálico a medio alzar. Por la calle corrían rumores, con tanto candor y ruido como torrentes después de una tormenta. La madre y el padre entraban y salían inquietos. Paloma esperaba con más inquietud aún. El reloj marcaba ya las nueve y media, y Amaro y los testigos de la boda no llegaban. Paloma, indecisa entre el deber de marcharse y la transcendencia de quedarse para celebrar su boda, iba de un sitio a otro, se asomaba a la calle, miraba a lo lejos para ver si entre los transeúntes descubría la figura de su novio. Al fin, decepcionada, se metió en su habitación y, casi sin saber qué hacer, como un entretenimiento a su nerviosismo, comenzó a romper papeles viejos que tenía en una caja.
De pronto se oyeron carreras de gente por la calle, voces confusas, rumores lejanos, y el caer rápido de los cierres de las tiendas. El padre entró con las manos en la cabeza, gritando:
    —¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos! ¡Los revoltosos vienen a nuestra tienda!
    La madre, después de un ¡Virgen santísima! angustioso, empujó el cierre metálico hacia abajo y entró corriendo a ponerse de rodillas ante la estampa de la Virgen,
    Sólo Paloma salió a la tienda. El rumor encrespado de la multitud fue haciéndose cada vez más perceptible hasta agolparse frente a la armería como un remolino. Por encima del confuso rumor se oían voces más altas, gritos más tersos, demandas explosivas como granadas de mano:
    —¡Armas! ¡Armas!
    —¡Abrid, o asaltamos la tienda!
    —¡Queremos armas para luchar contra los fascistas!
    Paloma, ágil como un corzo del Pardo, saltó por encima del mostrador, los ojos llameantes, apretados los labios, el negro pelo caído sobre la frente.
    Con decisión se lanzó sobre la puerta. En ese momento el padre le gritó:
    —¡Qué vas a hacer! ¡Loca! ¡Loca,..! ¡Te has vuelto loca!
    Y, enérgica y encendida de pasión, levanta de golpe el cierre y se presenta ante la multitud que llena la calle, con su rojo clavel en el ojal, como una llama. Grita, el brazo en alto:
    —¡Camaradas, entrad! ¡Para luchar contra los fascistas vuestras son todas las armas de la tienda!
    Pero de pronto queda parada por un golpe rápido de sorpresa. De la masa indeterminada de la multitud, un rostro conocido se diferencia, se destaca próximo y viene hacia ella con su propio nombre en los labios y los brazos abiertos.
    —¡Paloma! ¡Paloma!
    Era su novio, Amaro, que dirigía la multitud ansiosa de armas. Gracias a él y a sus amigos no se produjo el tradicional y tumultuoso asalto. Fue difícil contener la ansiedad que cada persona tenía de poseer un arma, pero Amaro se subió a la reja de una ventana y después de un pequeño discurso prometió sacar a la calle todas las armas que hubiera y repartidas. La gente se conformó con la promesa —unas cuantas personas entraron en la tienda, guiadas por Paloma y Amaro—. Los padres vieron con sorpresa y con indignación que el propio novio de su hija no venía a casarse sino a desvalijar la tienda, como un ladrón. Se imaginaban un terrible complot en el cual Paloma había sido engañada. Empezaron a gritar improperios contra Amaro, a llamar a Paloma ¡mala hija!, ¡hija desnaturalizada, que se había dejado engañar por un sujeto peligroso...! Y con una fuerte crisis nerviosa se encerraron en una de las habitaciones más retiradas de la casa.
    Todas las armas que había en la tienda y en los sótanos fueron sacadas a la calle, pero repartirlas con orden no fue posible. La multitud se echó sobre ellas sin reparar en sistemas ni características: lo mismo le daba la navaja cabritera que la vieja espingarda antigua. Paloma sacó de entre la lana del colchón de su cama dos magníficas pistolas «parabellum» que tenía guardadas; una fue para ella, otra se la entregó a Amaro.
    —Toma —le dijo al dársela—, es mi regalo de boda. Las tenía guardadas para cuando llegase la ocasión. ¡Me parece que ha llegado ya!
    Es claro que la boda quedó suspendida para tiempos más ociosos y pacíficos. Después del reparto de las armas, la multitud se alejó y Amaro y Paloma, con otros compañeros, se fueron juntos a ponerse a disposición de los comités de las Juventudes.
    Al día siguiente Amaro y Paloma tomaron parte en el asalto al cuartel de la Montaña, donde los militares y fascistas de Madrid se encerraron se hicieron fuertes. Y sucedió en este episodio glorioso del bravo pueblo de Madrid que en el enardecimiento de la lucha, en el asalto al cuartel, Amaro y Paloma se perdieron, no pudieron encontrarse. Fue una inquietante angustia, pues Amaro pensaba que Paloma había muerto en la refriega y ella, a su vez, se imaginaba lo mismo con respecto a Amaro.
    En tiempo normal hubieran vuelto a encontrarse fácilmente. En aquellos febriles días de acelerada agitación, fue imposible. Todos los cuarteles de los alrededores de Madrid estaban sublevados, La situación era grave, la lucha contra el fascismo exigía desvelos, sacrificios. Las tropas fascistas del Norte venían sobre Madrid por la Sierra...
    Y una semana después de todo esto, al cabo de infructuosas pesquisas en casa de Paloma y en distintos locales de la Juventud, se produjo inesperadamente el encuentro. Amaro iba por el paseo de San Vicente arriba, hacia la Plaza de España, con varios compañeros. Habían ido a la estación del Norte a despedir un tren de milicianos expedicionarios. De pronto, desde un camión que bajaba lleno de jóvenes con monos azules y escopetas, y que llevaban un letrero rojo que decía: «¡Madrid se defiende en la Sierra! ¡Al Guadarrama, jóvenes antifascistas!», oyó Amaro que le llamaban a grandes voces:
    —¡Amaro! ¡Amaro! —y un brazo se agitaba en el camión con nerviosidad de querer destacarse,
    —¡Paloma! ¡Mi querida Paloma!
    Amaro corrió hacia el camión, que bajaba despacio la cuesta del Paseo, y se colgó a él.
    —¿Pero has olvidado que tenemos pendiente nuestra boda?
    —¡Sí, sí, nuestra boda...! ¡Sube! —y le cogió de las manos, empujándole hacia el interior del camión...    Podemos celebrada en la Sierra, entre los tiros. ¡Yo voy allá a matar fascistas!
    —¡Pues..., en fin, como el novio soy yo, tendré que acompañarte!
    Se abrazaron llenos de júbilo, se dieron un fuerte beso de amorosa alegría y de compañerismo. Y Paloma, con gracia y patriótica exaltación madrileña, gritó;
    —¡Mueran los fascistas! ¡Viva Madrid, que es mi pueblo!
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