EN ALGUNOS CASERIOS perdidos en los Andes, los memoriosos se acuerdan de cuando el cielo estaba montado sobre el mundo.
Teníamos al cielo tan encima que la gente caminaba agachada, y no podía enderezarse sin darse un cocazo. Las aves se echaban a volar y en el primer aleteo se chocaban contra el techo. El cóndor y el águila arremetían con toda su fuerza, pero el cielo ni se enteraba.
El tiempo del aplastamiento del mundo terminó cuando un relampaguito bailandero se abrió paso en el poco aire que había. El colibrí, el más pequeño de los pájaros, pinchó el culo del cielo con su pico de aguja y a los pinchazos lo obligó a subir hasta las alturas donde ahora está.
Desde entonces, el colibrí merece mucho respeto. Quien fue capaz de levantar el cielo, en cualquier momento podría derrumbarlo.
Teníamos al cielo tan encima que la gente caminaba agachada, y no podía enderezarse sin darse un cocazo. Las aves se echaban a volar y en el primer aleteo se chocaban contra el techo. El cóndor y el águila arremetían con toda su fuerza, pero el cielo ni se enteraba.
El tiempo del aplastamiento del mundo terminó cuando un relampaguito bailandero se abrió paso en el poco aire que había. El colibrí, el más pequeño de los pájaros, pinchó el culo del cielo con su pico de aguja y a los pinchazos lo obligó a subir hasta las alturas donde ahora está.
Desde entonces, el colibrí merece mucho respeto. Quien fue capaz de levantar el cielo, en cualquier momento podría derrumbarlo.
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