Como suele pasar en un mundo cultural subyugado por la clase
capitalista, la cultura se usa como plataforma para lograr la hegemonia
ideológica entre los dominados, usando para ello cualquier método, ya sea la
mentira o, igualmente, la censura total o parcial de un autor o de parte de su
obra.
Antonio Machado es, si cabe, uno de los genios de nuestra lengua
más manipulados por las mafias editoriales y mediáticas de nuestro país.
Vendido como el vate de Castilla, el reflexivo poeta o el hacedor de nuevos
romances, la biografía y militancia del gran poeta son, en realidad,
mucho más ricas de lo que nos cuentan, siendo su vida ejemplar, comprometida,
víctima de la tijera del censor que hoy actua de forma taimada pero eficaz.
Sin embargo, una faceta de Antonio Machado que el capital oculta convenientemente es su defensa activa del acercamiento a la Unión Soviética. Además
de que fue un convencido republicano y antifascista, lo que hizo que huyera tras
el triunfo fascista en España en 1939 a la Francia donde murió poco después, lideró, durante los tiempos de gobierno del Frente Popular, una organización,
fundada en febrero de 1933 y domiciliada en la Gran Vía de Madrid, denominada:
“Asociación de Amigos de la Unión Soviética“ .
La declaración de intenciones de aquella agrupación, similar
a las creadas por toda Europa por los militantes comunistas y simpatizantes,
era: “No tendremos más programa ni más bandera que decir y ayudar a conocer
la verdad sobre la URSS, combatiendo con las armas de la verdad la mentira, la
calumnia y la deformación”.
Tanto es así que el autor del famoso "caminante no hay
camino, se hace camino al andar", no dejó en sus últimos años de vida de
caminar siempre en contra de la bestia nazi, de subrayar el papel decadente del
capitalismo en sus últimas fases y de tratar, incluso, a figuras demonizadas
como la de Stalin con simpatía y raciocinio.
Así en sus escritos sobre la guerra, recopilados en La Guerra. Escritos: 1936-39,
da argumentos muy interesantes y clarificadores sobre las causas de la guerra
española o, de paso, aunque solo la intuyera por su anticipado fallecimiento en
el exilio francés, de la futura guerra mundial, además de otros acerca de las
siniestras similitudes entre fascistas y capitalistas y, por su puesto, en
defensa de la Revolución Soviética, de la Rusia revolucionaria y de, incluso,
el camarada Stalin, denostado y objeto ya en su época de campañas criminalizadoras
que se intensificarían mucho más tras la victoria del Ejército Rojo en la
Segunda Guerra Mundial.
Por ejemplo, opina sobre el papel ridículo y vergonzoso de la
Sociedad de Naciones, en relación a su defensa de la No Intervención en la Guerra Civil Española, del mismo
modo que en su papel ambiguo en el rechazo a las ambiciones italoalemanas en el
periódo interbélico, en un evidente apoyo encubierto a las potencias fascistas
(que, en España, fueron el verdadero motor de las tropas de Franco). Machado
escribe: "Reparemos en su actuación desdichada en la Sociedad de
Naciones, convirtiendo una institución nobilísima, que hubiera honrado a la
humanidad entera, en un órgano superfluo, cuando no lamentable, y que sería de
la más regocijante ópera bufa si no coincidiese con los momentos más trágicos
de la historia contemporánea"
Y de esa humillación de las potencias capitalistas ante el
fascismo y sobre este, afirma que: "Ellos no invocan la abrumadora
tradición de cultura de sus grandes pueblos respectivos: la declaran
superflua; proclaman, en cambio, una voluntad ambiciosa, un culto al poder por
el poder mismo, un deseo arbitrario de avasallar al mundo, que pretenden
cohonestar con una ideología rancia, cien veces refutada y reducida al absurdo
por el solo hecho de la guerra europea. Roma y Berlín son hoy los pedestales de
esas dos figuras de teatro, abominables máscaras que suelen aparecer en los
imperios llamados a ser aniquilados, por enemigos del género humano. La
historia no camina al ritmo de nuestra impaciencia. No vivirá mucho, sin
embargo, quien no vea el fracaso de esas dos deleznables organizaciones
políticas que hoy representan Roma y Berlín".
También son ilustrativos sus comentarios acerca de Rusia (tanto en
materia cultural e histórica como política) que, según él, aunque muestra el
puño cerrado, la mano está abierta al mundo: "
la Rusia actual, la Gran
República de los Soviets, va ganando, de hora en hora, la simpatía y el amor de
los pueblos; porque toda ella está consagrada a mejorar las condiciones de la
vida humana, al logro efectivo, no a la mera enunciación, de un propósito de
justicia"
Evidentemente, los comentarios del genio literario de las letras
españolas no gustaban ni gustan en demasia a los que, como diría el propio
Machado,"son luces mortecinas", entre otras cosas porque
su preclara mente unía en el mismo paquete a capitalistas y fascistas, pues en
el fondo no son más que dos caras de la misma bestia inhumana: "Londres,
París, Berlín, Roma son faros intermitentes, luminarias mortecinas que todavía
se transmiten señales, pero que ya no alumbran ni calienta, y que han perdido
toda virtud de guías universales".
Machado también habla de marxismo con bellas y enriquecedoras
palabras, hablando de Rusia, país donde éste se ha convertido en un proyecto
político, opinando que ".
...el marxismo tiene para Rusia, como para
todos los pueblos del mundo, un valor instrumental inapreciable. El marxismo
contiene las visiones más profundas y certeras de los problemas que plantea la
economía de todos los pueblos occidentales (...) Mi tesis es ésta: la Rusia
actual, que a todos nos asombra, es marxista, pero es mucho más que marxismo.
Por eso el marxismo, que ha traspasado todas las fronteras y está al alcance de
todos los pueblos, es en Rusia en donde parece hablar a nuestro corazón".
Por último, antes de dejar hablar al maestro sevillano, siempre del
lado de la humanidad, tal y como solo puede hacer alguien que sabe que la
cultura ha de ser ante todo a favor del ser humano o no lo es, y que a ello se
dedica, Machado también comenta la estupidez del miedo extendido por los que
tienen como cometido vivir del trabajo ajeno y de las riquezas de otros pueblos,
a la dictadura del proletariado, como sustituta de la que no es más que la
dictadura de los capitalistas, sea cual sea su formato, democrático-burgués o
abiertamente fascista; incluso se atreve, ante el horror de los editores de ese mundo de
la cultura-mercancía y de sus amos de las corporaciones, a defender a Stalin: "En cuanto a la dictadura del
proletariado, ¿por qué nos asustan tanto las palabras? Si el barco necesita
nueva tripulación y nuevos capitanes, ¿por qué no reclutarlos en el mundo del
trabajo, cuando el del capital es --por definición aceptada-- el de las viejas
ratas que corroen la nave? La lógica sigue siempre del lado de Stalin. ¿La
lógica nada más?"
Comentando la entrevista que le hizo H.G. Wells en 1934 al
camarada, Machado es contundente: "
De aquello que se desmorona
hay que esperarlo todo menos una transformación; porque si fuera capaz de
transformarse, claro está que de ningún modo se desmoronaría. Sustituir,
construir y ayudar a caer: tal es lo esencialmente revolucionario para Stalin.
La historia de todas las revoluciones le da la razón ampliamente".
En los dos artículos que compartimos a continuación, escritos en
los años en los que esas "ratas" de las que habla Machado intentaban
roer el barco de España con sus ejércitos y mentiras, el gran poeta y amigo del
pueblo deja correr la pluma libremente hablando de la cultura rusa (con
interesantes comentarios sobre Tolstoi o Dostoyeveski), sobre la Rusia
comunista, Lenin y la Revolución, acerca
de Stalin y, en definitiva, del futuro de la humanidad en tiempos en el que el
capitalismo en decadencia y su fruto el fascismo intentaban empujarla a las
tinieblas, desmintiendo y desnudando a los mercenarios de la cultura que, como
es lógico, esconden sus palabras precisamente para ocultar las obvias
conclusiones del poeta:
"Mi tesis es ésta: la Rusia actual, que a todos nos
asombra, es marxista, pero es mucho más que marxismo. Por eso el marxismo, que
ha traspasado todas las fronteras y está al alcance de todos los pueblos, es en
Rusia en donde parece hablar a nuestro corazón".
Cuando se conmemora el aniversario de su muerte en la localidad francesa de Colliere, aquel 22 de febrero de 1939, herido de muerte por el fascismo como la propia España, recuperamos una antigua entrada de este blog, compartiendo algunos de sus escritos sobre la guerra, recopilados en La Guerra. Escritos: 1936-39. Con ellos queremos revindicar y recordar al que fue uno de los símbolos de la lucha de la República y la democracia contra la bestia nazifranquista, siempre dispuesto a hablar y escribir con el corazón y, por lo tanto, dispuesto interlocutor para usar la palabra para la paz, al lado de los pueblos y, por supuesto, a marchar de la mano junto al socialismo en favor de ambos.
I
Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983
Nunca olvidaré unas palabras de Dostoyevski, leídas recientemente, pero que coinciden con la idea que hace ya muchos años me había yo formado del alma rusa: «Sí, hijo mío, te lo repito, yo no puedo dejar de respetar mi nobleza. Se ha creado entre nosotros, en el curso de los siglos, un tipo superior de civilización desconocido en otras partes, que no se encuentra en todo el universo: el hombre que sufre por el mundo». Como a nuestro Unamuno España, le dolía al ruso el mundo entero.
Dejando a un lado cuanto puede haber de jactancia y aun de prejuicio aristocrático en las citadas frases, que pone Dostoyevski en boca de un personaje de sus novelas, reparemos en que ellas expresan una esencialísima verdad ruso. ¿Y es ahí donde hemos de buscar la más honda raíz de la Rusia de hoy?
Como las grandes montañas cuando nos alejamos de ellas, la nueva Rusia se nos agiganta al correr de los años. ¿Quién será hoy tan ciego que no vea su grandeza? La proclaman sus mismos enemigos. Los millones de hombres con el escudo al brazo que militan contra la nueva Rusia nos dicen claramente con su actitud defensiva que es hoy Moscú el foco activo de la historia.
Londres, París, Berlín, Roma son faros intermitentes, luminarias mortecinas que todavía se transmiten señales, pero que ya no alumbran ni calienta, y que han perdido toda virtud de guías universales.
Reparemos en la pobre idea que dan de sí mismas esas democracias que fueron un día el orgullo del mundo; veamos cuanto sale o se guisa en sus cancillerías, incapaces de invocar --siquiera sea a título de dignidad formularia-- ningún principio ideal, ninguna severa norma de justicia. Como si estuvieran vencidas de antemano, o subrepticiamente vendidas al enemigo, como si presintiesen que la llave de su futuro no está ya en su poder, apenas si tienen movimiento que no revele un miedo insuperable a lo que puede venir. Reparemos en su actuación desdichada en la Sociedad de Naciones, convirtiendo una institución nobilísima, que hubiera honrado a la humanidad entera, en un órgano superfluo, cuando no lamentable, y que sería de la más regocijante ópera bufa si no coincidiese con los momentos más trágicos de la historia contemporánea.
Reparemos en esos dos hinchados dictadores que pretenden asustar al mundo y a quienes Roma y Berlín soportan y exaltan. Ellos no invocan la abrumadora tradición de cultura de sus grandes pueblos respectivos: la declaran superflua; proclaman, en cambio, una voluntad ambiciosa, un culto al poder por el poder mismo, un deseo arbitrario de avasallar al mundo, que pretenden cohonestar con una ideología rancia, cien veces refutada y reducida al absurdo por el solo hecho de la guerra europea. Roma y Berlín son hoy los pedestales de esas dos figuras de teatro, abominables máscaras que suelen aparecer en los imperios llamados a ser aniquilados, por enemigos del género humano. La historia no camina al ritmo de nuestra impaciencia. No vivirá mucho, sin embargo, quien no vea el fracaso de esas dos deleznables organizaciones políticas que hoy representan Roma y Berlín.
Moscú, en cambio --resumamos en este claro nombre toda la vasta organización de la Rusia actual--, aunque salude con el puño cerrado, es la mano abierta y generosa, el corazón hospitalario para todos los hombres libres, que se afanan por crear una forma de convivencia humana que no tiene sus límites en las fronteras de Rusia. Desde su gran revolución, un hecho genial surgido en plena guerra entre naciones, Moscú vive consagrado a una labor constructora, que es una empresa gigante de radio universal.
La fuerza incontrastable de la Rusia actual radica en esto. Rusia no es ya una entidad polémica, como lo fue la Rusia de los zares, cuya misión era imponer un dominio, conquistar por la fuerza una hegemonía entre naciones. De esa vanidad, que todavía calienta los sesos de Mussolini, ese faquín endiosado, se curaron los rusos hace ya veinte años. La Rusia actual nace con la renuncia a todas las ambiciones del Imperio, rompiendo todas las cadenas, reconociendo la libre personalidad de todos los pueblos que la integran. Su mismo ejército, el primero del mundo, no sólo en número, sino, sobre todo, en calidad, no es esencialmente el instrumento de un poder que amenace a nadie, ni a los fuertes ni a los débiles, responde a la imperiosa necesidad de defensa que le imponen la muchedumbre y el encono de sus enemigos; porque contra Rusia militan las fuerzas al servicio de todos los injustos privilegios del mundo. Sus gobernantes no lo olvidan. La política de Lenin y Stalin se caracteriza no sólo por su alcance universal, sino también por un claro sentido de lo real, cuya ausencia es siempre en política causa de fracaso. Mas la Rusia actual, la Gran República de los Soviets, va ganando, de hora en hora, la simpatía y el amor de los pueblos; porque toda ella está consagrada a mejorar las condiciones de la vida humana, al logro efectivo, no a la mera enunciación, de un propósito de justicia. Esto es lo que no quieren ver sus enemigos, lo que muchos de sus amigos no han acertado a ver con claridad: el sentido generoso y fraterno, íntegramente humano, de todas las creaciones del alma rusa, el que impera en esa magnífica Unión de Repúblicas Soviéticas, cuyo vigésimo aniversario se celebrará en el año que corre.
Pero Rusia, la Rusia actual, que todos admiramos y que ilumina a muchos con sus potentes reflectores enfocados hacia el porvenir, no es, como algunos creen, un fenómeno meteórico e inexplicable, venido de otras esferas para asombro de nuestro planeta; no es, como piensan otros, una consecuencia asiática del pensamiento teutónico de Carlos Marx; no es, tampoco, un engendro de la Revolución de Octubre, ni mucho menos ha salido --la Rusia actual-- acabada y perfecta, de la cabeza de Lenin, como Minerva de la cabeza de Júpiter. No. A mi juicio no es nada de esto. Los viejos amigos de Rusia, los que conocíamos, antes de su gran Revolución y aun antes de la guerra mundial, algo de su admirable literatura --Dostoyevski, Turguénef, Tolstoy-- sabemos que, bajo el dominio despótico de los zares, estaban ya maduras las virtudes específicamente rusas sobre las cuales se asienta la Rusia de hoy. Aquellos libros que leíamos siendo niños, y que llegaban a nosotros, trasegados del ruso al alemán, del alemán al francés y del francés al español chapucero de los más baratos traductores de Cataluña, dejaban en nuestras almas, a pesar de tantas torpes decantaciones lingüísticas, una huella muy honda, nos conmovían más que nuestras mejores novelas contemporáneas --buena lección para meditar por nuestros culteranos deshumanizadores de arte literario. Y es que a través de la más inepta traducción de La guerra y la paz --por aducir un ejemplo ingente-- llega a nosotros, todavía, un mensaje del alma eslava, amplia y profundamente humano, que parece revelarnos un mundo nuevo. Entendámonos: nuevo con relación al mundo mezquino y provinciano de la moderna literatura occidental. En verdad, no es un mensaje literario éste que el alma rusa nos envía en sus obras maestras. Ni siquiera sabemos si las novelas de Tolstoy o Dostoyevski están bien o mal escritas en su lengua. Suponemos que lo estarán soberbiamente. Pero sabemos con certeza la mucha humanidad que contienen, la gran copia de vidas humanas, al margen de toda frivolidad, que en ellas se representan; sabemos que esas vidas humanas, las más humildes como las más egregias, parecen movidas por un resorte esencialmente religioso, una inquietud verdadera por el total destino del hombre. Bajo la férula de su imperio despótico, de espíritu más o menos tártaro o mongólico, al margen de su Iglesia fosilizada en normas bizantinas, el alma eslava ha captado, ha hecho suyas las más finas esencias del cristianismo. Sólo el ruso, a juzgar por su gran literatura, nos parece vivir en cristiano, quiero decir auténticamente inquieto por el mandato del amor de sentido fraterno, emancipado de los vínculos de la sangre, de los apetitos de la carne, y del afán judaico de perdurar, como rebaño, en el tiempo. Sólo en labios rusos esta palabra: hermano, tiene un tono sentimental de compasión y amor y una fuerza de humana simpatía que traspasa los límites de la familia, de la tribu, de la nación, una vibración cordial de radio infinito.
Roma contra Moscú, se dice hoy; yo diría mejor: Roma y Berlín, las dos fortalezas paganas, la germánica y la latina, del cristianismo occidental contra el foco del cristianismo auténtico. Pero Roma y Berlín --Berlín sobre todo-- militan contra Moscú hace ya tiempo. En los momentos de mayor auge de la literatura rusa, hondamente cristiana, el semental humano de la Europa central lanza por boca de Nietzsche su bramido de alarma, su terrible invectiva contra el Cristo viviente en el alma rusa, su crítica corruptora y corrosiva de las virtudes específicamente cristianas. Bajo un disfraz romántico, a la germánica, aquel pobre borracho de darwinismo escupe al Cristo vivo, al ladrón de energías, al enemigo, según él, del porvenir zoológico de la especie humana, toda una filosofía tejida de blasfemias y contradicciones. Nietzsche contra Tolstoy. ¿Por qué no decirlo, en esta época de gruesas simplificaciones, a la teutónica?
Cuando en el año 14 estalla la guerra, Berlín embiste contra Moscú con la mitad de su cornamenta, y hubiera embestido con toda ella sin la obsesión de París, que le embargaba la otra mitad. Y es el imperio de Pedro el Grande lo que se viene abajo, la gran coraza que ahogaba el pecho ruso, lo que salta en pedazos. Moscú, considerado como hogar simbólico del alma rusa, ha quedado intacto y libre.
Libre, en efecto, de su imperio y de su Iglesia, instrumentos férreos que atenazaban el corazón de Rusia. Fuerzas autóctonas, las de su gran Revolución que se gestaba hacía ya mucho tiempo, colaboraron desde dentro con los cañones germanos que atacaban desde fuera.
Y volvamos a la Rusia actual, la Rusia soviética, que dice profesar un puro marxismo. El fenómeno parece extraño. La historia es una caja de sorpresas, cuando no un ameno relato de lo pretérito, o como decía Valera, aludiendo a la filosofía de la historia: el arte de profetizar lo pasado. Pero el hecho no es tan sorprendente como a primera vista pudiéramos juzgarlo. Es muy posible, casi seguro, que el alma rusa no tenga, en el fondo y a la larga, demasiada simpatía por el dogma central del marxismo, que es una fe materialista, una creencia en el hambre como único y decisivo motor de la historia. Pero el marxismo tiene para Rusia, como para todos los pueblos del mundo, un valor instrumental inapreciable. El marxismo contiene las visiones más profundas y certeras de los problemas que plantea la economía de todos los pueblos occidentales. A nadie debe extrañar que Rusia haya pretendido utilizar el marxismo en su mayor pureza, al ensayar la nueva forma de convivencia humana, de comunión cordial y fraterna, para enfrentarse con todos los problemas de índole económica que necesariamente habrían de salirle al paso. Tal vez sea éste uno de los grandes aciertos de sus gobernantes.
Mi tesis es ésta: la Rusia actual, que a todos nos asombra, es marxista, pero es mucho más que marxismo. Por eso el marxismo, que ha traspasado todas las fronteras y está al alcance de todos los pueblos, es en Rusia en donde parece hablar a nuestro corazón.
Y de esto trataremos largamente otro día.
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Antonio Machado levanta el puño en la clausura de la Conferencia Nacional de Juventudes, organizada por las Juventudes Socialistas Unificadas, celebrada en Valencia los días 15, 16 y 17 de enero de 1937. Machado está de perfil arriba a la derecha. |
II
Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 262-64.
La Editorial Europa-América --hubiera dicho Juan de Mairena en nuestros días-- viene dando a la estampa una serie de diminutos cuadernos muy bien elegidos, para demostrarnos que no siempre es en vano el gemido de las prensas. Todos son de leer y meditar. Su extremada brevedad no empece a su excelencia. Mas uno hay entre ellos que a mi me parece una verdadera joya: el titulado Nuestra experiencia revolucionaria y que contiene el diálogo entre Wells y Stalin, en 23 de julio de 1934.
El inglés ha estado en Norteamérica, para visitar a Roosevelt, y ahora viene a Moscú, para conversar con Stalin. No es, pues, Wells, hombre que se chupe el dedo, y como buen inglés, aunque algo americanizado, no es hombre que guste de perder su tiempo. Lo recibe Stalin con franca cordialidad, sin arrumacos, sin prejuicios tampoco ni reservas mentales, mas como un hombre que está necesariamente algo de vuelta. Porque Wells, a fuer de anglosajón, es esencialmente antirrevolucionario; le asusta todo trastorno político y social. Stalin no es un fanático de la Revolución, pero carece del prejuicio antirrevolucionario. Hay en Stalin una claridad de ideas y una virtud suasoria que no alcanza nunca su interlocutor. Al inglés no le abandona todavía el miedo a la aventura; el eslavo tiene la tranquila seguridad de quien posee una experiencia. Ambos dicen estar de acuerdo en que el mundo capitalista se desmorona. --Allá ellos-- añadiría Mairena.
Aceptada la tesis ¿cómo no admitir la implacable lógica revolucionaria de Stalin? De aquello que se desmorona hay que esperarlo todo menos una transformación; porque si fuera capaz de transformarse, claro está que de ningún modo se desmoronaría. Sustituir, construir y ayudar a caer: tal es lo esencialmente revolucionario para Stalin. La historia de todas las revoluciones le da la razón ampliamente. Quiero decir que Stalin ha visto la historia con sus propios ojos y no es fácil que se le engañe. A Wells se la han contado, y no precisamente los que la han hecho.
En cuanto a la dictadura del proletariado, ¿por qué nos asustan tanto las palabras? Si el barco necesita nueva tripulación y nuevos capitanes, ¿por qué no reclutarlos en el mundo del trabajo, cuando el del capital es --por definición aceptada-- el de las viejas ratas que corroen la nave? La lógica sigue siempre del lado de Stalin. ¿La lógica nada más? ¡Ah! Yo no soy más que un aprendiz de sofística, en el mejor sentido de la palabra.
En verdad --hubiera concluido Juan de Mairena, al margen ya de sus lecturas-- que no son las palabras lo que más asusta, sino ciertas imágenes groseras que en muchas cabezas suelen sustituir a las ideas, por ejemplo: alguien empeñado en bordar lises borbónicas en unas alpargatas de albañil, unas botas de charol en la espuerta de la basura, etcétera, etcétera. Y con estas figuraciones claro está que no se puede ir a ninguna parte.